lunes, 2 de noviembre de 2009

La noche perfecta


La penumbra se escondía en cada rincón de la habitación, aguardando su momento. Los rayos moribundos de luz apenas acertaban a iluminar las sábanas retorcidas y, con suerte, algún vestigio de nuestros cuerpos. Nuestras ropas, como animales perezosos, dormitaban sobre las losas de mármol, acurrucadas unas sobre otras buscando el calor que les faltaba.


Yo, para no ser menos, intentaba también quedarme dormida… pero no era capaz. Tal vez fuera porque tus ojos fijos en mi rostro me quemaban sobre mis párpados y me hacían imposible descansar, como si algo parecido al pudor me asaltara en ése punto exacto de la medianoche. Por lo que comencé a enlentecer y profundizar mi respiración, haciendo ver que el sueño me invadía.


Entonces noté un leve roce. Empezaste a recorrer mi rostro con las yemas de tus dedos, de una forma suave y parsimoniosa, casi con reverencia. Lentamente me sobrevolabas con tus manos, aprendiéndote paso a paso las curvas de mi rostro, de la misma forma en que los ciegos aprender a ver a través de su eterna oscuridad.


Después me besaste, pero no como de costumbre; más bien fue una cosquilla furtiva, parecido al roce de las alas de un pájaro sobre mis labios, que como el resto de mí, se encontraban cada vez más lejos del sueño con cada caricia tuya.


Pero tú no lo sabías… y decidiste bajar tus defensas, mostrarte tal como eras, en el preciso momento en que pensabas que no podía observarte. Sin tu escudo particular –que no es tan distinto del que todos llevamos- parecías vulnerable, indefenso, y yo apenas te conocía.


Entonces comencé a parpadear, a revolverme mientras bostezaba, fingiendo despertar… y mediante alguna especie de alquimia grotesca, volviste, en unos segundos, a ser el de siempre; áquel del que yo creía saber tanto.


Me complace haber descubierto ésa faceta de ti, aunque fuera de forma tan breve, pues me ayudó a comprender muchas cosas que sucedieron semanas después; y sobre todo, a comprenderte a ti y los motivos por los que las hacías. Pero también me alegro de que no fueras así todo el tiempo que estuvimos juntos.


Porque entonces, seguramente me hubiera costado mucho más separarme de ti y continuar con mi vida.

lunes, 12 de octubre de 2009

Encuentro

Mi amiga ROSA ROJA http://dondeduermeelsilencio-rosaroja.blogspot.com/ y yo, llevamos tiempo pensando en realizar una reunión de blogger@s con cabida para todo tipo de bloggers, es decir, queremos la presencia de gente que escriba prosa, poesía, simple expresión de sentimientos (que ya es mucho), gente que escriba mejor o peor, pero que escriba con el corazón y con el alma....queremos simplemente conoceros, conocernos y pasarlo bien, reír, llorar si toca, comer, echar un baile...

Y para conseguir nuestro SUEÑO, porque es un sueño, necesitamos vuestra ayuda y colaboración; habíamos pensado que el sitio mejor, que no el ideal, podría ser Madrid, ya que es bastante céntrico y nos podía venir bien a tod@s, pero se admiten todo tipo de sugerencias, faltaría más!! seguro que entre vosotr@s, hay mentes muy lúcidas y creativas, como así me consta, y podemos hacer de esto, una experiencia chula y a ser posible repetible...

También nos gustaría que nos diérais ideas de lugares donde poder reunirnos y donde poder compartir el calor, que ya a priori, destilan vuestros blogs....

Bueno, bloggers, ánimo!!!! y a pensar....

Todo lo que se os ocurra de momento lo vais dejando escrito en mi blog o en el de ROSA ROJA http://dondeduermeelsilencio-rosaroja.blogspot.com/

Espero que suceda y se cumpla un sueño, de poder tocar, besar, oler...compartir en definitiva, con y a la gente que durante tanto tiempo leemos y nos leen....sería como un antes y un después para muchos de nosotros.....

Sé que es un proyecto quizá difícil de conseguir, son muchos preparativos, poca experiencia al menos por mi parte, pero con algo de ayuda vuestra y mucha imaginación, lo que no se le ocurra a uno, se le puede ocurrir a otro, y pienso que con ganas todo o casi todo se puede conseguir....

Miles de besos con olor a violeta para tod@s y mil gracias anticipadas por vuestro apoyo y ayuda.



Esta idea, que como todas las que merecen la pena, nacen diminutas y temerosas para ir cogiendo fuerzas a medida que crecen, surgió primero en un corazoncito que aprecio muchísimo; ahora, casi sin darnos cuenta, ella y yo somos compañeras en una iniciativa que me aporta mucha ilusión, y que sinceramente espero se pueda llevar a cabo. Por eso he preferido dejar que sea ella la que lo cuente con sus propias palabras y la pasión que pone en todo lo que escribe (y que, como comprobáreis los que leeis su espacio, es contagiosa) añadiendo tan sólo el link a su blog.


Bueno, sólo me queda decir que yo, tanto como ella, espero que esta idea pueda hacerse realidad y que algunos de nosotros trasvasemos las barreras tecnológicas para poder conocernos y compartir mucho más (si cabe) de lo que hemos compartido en tantos meses a través de las letras.


Pero nada de esto será posible sin VUESTRA ayuda. Así que sólo me queda decir: ¡¡ADELANTE!!

sábado, 26 de septiembre de 2009

En el andén

Siempre me han fascinado las estaciones de tren, quizá por el halo que en ellas se respira de prisas y bullicio.


Porque se trata de un ajetreo emocionado, nervioso, con un deje de ilusión, muy distinto del acostumbrado en tu lugar de trabajo o en una calle cualquiera. El que sientes cuando te marchas de viaje a algún lugar desconocido, o te mudas a otra ciudad a comenzar una nueva vida; en cada partícula de la atmósfera de una estación se respira el aroma de la transición. Una instantánea de ese momento que se escurre silencioso entre una etapa de tu vida y la siguiente, mientras sientes en la boca del estómago el temor a lo desconocido bailando con la esperanza.


Es así como me siento en estos momentos, aunque no esté de viaje ni tenga planes inmediatos de irme de mi ciudad. Sin embargo, puedo notar como todo se mueve y gira a mi alrededor. Algo en mi interior cambia a tal velocidad que lo único que puedo hacer es sentarme, mareada, mientras me detengo a cuestionar qué ocurre.


En ocasiones me invade la melancolía, dejo que me rodee por completo. Pero no se trata de un sentimiento dañino; más bien parece acariciar mi alma con las puntas de los dedos, suavecito, para que no se asuste y salga huyendo. Me reconforta y me hace soñar con días de otoño en los que la luz del sol, filtrándose a través de una multitud de nubes, le da al mundo el aspecto de una enorme bola de cristal nevado desde donde somos observados sin saberlo. Justo ése tipo de días en los que piensas que no sucederá nada interesante cuando, de pronto, ocurre lo inesperado.


En cambio, otras veces me da la impresión de sentirme más viva de lo que nunca he podido imaginar. Entonces necesito que la noche me cuente esos secretos que nunca me atreví a preguntarle. Necesito bailar con los ojos cerrados, hablar con desconocidos, perder la cabeza. Es tanta la emoción que almaceno sin darme cuenta, tantas las ganas que tengo de la vida, que siento como si lucharan por salir de mí en forma de vibraciones en la punta de los dedos. Como cuando llega el tren a tu andén, y sientes que por fin te marchas a ése lugar desconocido. Y el temor y la esperanza vuelven a bailar su danza interminable.


Entre tanto, mi vida comienza a asemejarse más que nunca a todo lo que he deseado. Y yo misma me parezco más a mí de lo que puedo recordar cuando miro atrás en el tiempo. Ya no me inquieta dejar de ser lo que todos esperan que sea, la preocupación sobre complacer a los demás quedó felizmente atrás; tal vez se la llevara un tren de mercancías…


Hoy sólo quiero sentarme en un día nublado y sentir esta deliciosa sensación de cambio cerniéndose sobre mí. Y deleitarme ante la velocidad de los nuevos acontecimientos en mi vida. Pensar que un día no muy lejano, de pronto, ya no me sentiré tan perdida; y que no importa cual sea el camino por el que ahora mismo viajo, pues me lleva a un lugar del que posiblemente no quiera marcharme jamás.

domingo, 30 de agosto de 2009

Bajo la piel


Los seres humanos, al igual que las naciones o los territorios, poseemos una historia, un conjunto de acontecimientos que nos ayuda a hacer de nosotros lo que en la actualidad somos. El poder de los recuerdos puede llegar a cambiarnos la vida mucho después de que sucedieran.


Lo malo es que muchas veces es el mapa de nuestras cicatrices el que se convierte en un lastre que nos impide avanzar en la vida. Nuestras heridas del ayer vuelven una y otra vez al hoy de una manera enfermiza condicionando nuestro mañana… más aún si nos empeñamos en alimentarlas, cuidarlas y exhibirlas como si de trofeos se trataran; es entonces cuando les damos permiso para dominar toda nuestra existencia.


En mi caso particular, me acostumbré a convivir tanto tiempo con él que la mayoría de las veces ni siquiera sabía que se encontraba ahí, envolviendo toda mi alma como una enredadera, impidiéndome sentir otra cosa que no fuera su pérfido aroma invadiendome. Mi amante a destiempo, siempre conmigo a donde quiera que fuese… y con él, su veneno sutil pero eficiente, que me acunaba en mis noches rotas, más intenso que nunca allá sobre las cuatro de la madrugada; justo cuando las sombras en los rincones son más profundas y la luna parece esconderse para no volver jamás.


No recuerdo en qué momento fue que decidí escucharle y aceptar su ayuda. Pero le permití bloquear cada camino que comenzaba, arruinar cada sueño que me escocía en el fondo del alma gritando que lo liberaran. Una piedra amarrada a mis pies que me condenaba a avanzar arrastrándome, y lo que es peor aún, resignándome a vivir encadenada por la fuerza de aquello que no podía ver ni palpar… hasta el punto que la misma sangre al correr por mis venas gritaba su nombre, que se hallaba presente en cada una de las lágrimas que derramaba.


No era otra cosa que el MIEDO… a ser rechazada por mis semejantes, a encontrarme sola, a fracasar en todo aquello que intentara. Miedo a caer enferma, a tener un accidente… miedo a la muerte, pero sobre todo, miedo a la vida, con su cúmulo de derrotas y éxitos intercalados que siempre conlleva. Sentía pánico a que las cosas me fueran mal; pero con el tiempo aprendí a darme cuenta de que me daba terror que salieran bien, porque eso significaría que debería cambiar todos los esquemas y prejuicios construidos sobre los andamios de una vida entera.


Y sin embargo, llegó un día en que decidí despedirme de él y de su canto de pájaro de mal agüero. Me cansé de vivir arrastrándome, y es que por mucho que me costara cambiar mis esquemas, estaba ya harta de existir a ras de suelo y del sabor de la tierra del camino. Me animé a volar de una vez por todas, y aunque sé que a veces me caeré, ya he superado el miedo a las caídas; estoy totalmente segura de que, cuando tengan lugar, no serán ni la mitad de catastróficas de lo que imaginaba.


La mayoría de los seres humanos convivimos con un océano de dolor bajo la piel. Todos poseemos un rincón de nuestra alma donde se hallan hacinados nuestros fantasmas y recuerdos más dolorosos. Pero sólo es nuestra la decisión de dejar que dominen nuestra vida y la forma en que vamos a encararla.


Por mi parte, me arriesgaré a sonar ingenua en una sociedad dominada por el cinismo: la vida en su esencia se encuentra llena de crueldad, pero también de grandeza. Basta con asomarse un día cualquiera a la ventana para comprobar que hay milagros por todas partes, bullen a tu alrededor donde quiera que pretendas buscarlos. Si todos los días miles de plantas atraviesan la tierra que las ha visto germinar desafiando un sinfín de dificultades… si cientos de bebés prematuros logran vencer a la muerte que les acecha en los comienzos de su vida, en ocasiones en contra de todos los pronósticos… podemos darnos cuenta de que todo es posible, de que somos capaces de todo lo que nos propongamos, incluso de vencer los prejuicios que nosotros mismos nos hemos creado a nuestra medida, y que día a día nos atenazan la garganta impidiéndonos respirar.


Si lográramos parecernos un poco más a esos seres recién nacidos, que no tienen siquiera una idea de lo que el miedo significa, y en su inocencia se encuentran dispuestos a vivir pese a quién pese, nos daríamos cuenta de que no hay obstáculo lo bastante alto, ni recuerdo lo bastante doloroso, para interponerse entre nosotros y todo aquello que deseamos.

viernes, 21 de agosto de 2009

Nómada


El tiempo parece burlarse de ti cuando estás de viaje. Las horas silban en tus oídos al pasar por tu lado, siempre con prisas, como el conejo blanco de Alicia. Sin embargo, basta que te detengas a contemplarlas para que se devanen en un millar de hebras multicolores, cada una con un matiz y una tonalidad diferentes: “¿cómo ha podido suceder todo esto en tan poco tiempo??” En definitiva, cobran vida, te sumergen en un estado atemporal y manejan a su antojo los espacios infinitos de tiempo que las contienen; un solo día puede guardar en su haber todas las modalidades de color, música y emociones existentes en este mundo que habitamos… ése que sentimos tan grande hasta que nos decidimos a recorrerlo.


Echaba de menos esta sensación, percibir como todo se transforma a tu alrededor: las ciudades, sí, pero también las personas, los sonidos, los olores; el mismo aire que te rodea ya no es igual, aunque se encuentre compuesto de los mismos elementos. Y sin apenas darte cuenta, también muta la manera en la que ves lo que te sucede. Los problemas que te preocuparan antes de partir se disuelven como diminutos puntos en el horizonte. Tal vez ni siquiera te esperen cuando regreses, ya que el cambio de perspectiva suele transformarlos también a ellos y asignarles el tamaño que realmente les corresponde –y que suele ser mayor que el que sus dueños les damos-


Es en este tipo de ocasiones en que mi alma, que nació nómada aunque nunca me lo haya querido confesar, se siente completamente libre para volar a su antojo, para ampliar su visión del mundo y los seres que lo habitan, para buscar alimento.


París… un gran alimento para los sentidos. Nada en París es insulso ni pequeño, nada en París es gris ni se encuentra triste sin saber por qué. Todo es grande, todo está pintado en blanco y en láminas de oro que refulgen bajo la luz de un sol complacido, un día más, de reflejarse en el Sena. En París todo brilla y canta y te guiña el ojo, desde las estatuas que adornan la entrada al Louvre hasta los cientos de personas que pueblan las escalinatas a Montmartre; pasando por la Torre Eiffel cuando anochece, la plaza de los pintores que te llaman “Carmen” cuando se dan cuenta de que eres española… ni tan siquiera las gárgolas que moran en Notre Dame se ven tan lúgubres como las de otras catedrales. Más bien parecen sentirse orgullosas de que ellas y sólo ellas tienen la suerte de ser parisinas.


Claro está que nueve días dan para mucho, por lo que también tuve la oportunidad de recorrer otros parajes cerca de la capital, como la Bretaña francesa con sus monasterios, sus ciudades que desafían al paso de los siglos, sus cientos de leyendas sobre caballeros y corsarios…


Aunque ¿sabéis que fue, probablemente, lo mejor de todo? Regresar a casa y encontrar que nada había cambiado; y ver a mi familia, y a mi perro, tan nervioso tras más de una semana sin su dueña que, en su emoción, no sabía hacer otra cosa que estornudar una y otra vez…


De vuelta a la realidad, sí; pero quizás lo más valioso que aprendes al viajar es que no existe una sola realidad, sino tantas como personas, lugares y momentos. Aunque sólo sea por tener conciencia de algo así, no me cansaré de repetir, una y otra vez… que merece la pena.

lunes, 3 de agosto de 2009

Au revoir!


Tantas cosas por hacer en estos días, y tan poco tiempo... tantos asuntos que ocupan mi cabeza, y a los que ahora, de momento, no pienso dar cuartel.

Porque sé que me espera algo maravilloso en esta semana que empieza, y no quiero perderme ni un suspiro de la magia que sé que me envolverá en cada paso del camino. Porque París para mí, durante muchos años, ha sido un sueño; dentro de pocas horas será una realidad.

Estaré fuera hasta el día 12; prometo volver cargada de imágenes, ilusiones, proyectos, letras... y de nuevos sueños, por supuesto.

A mi vuelta os comentaré en vuestros espacios. De momento, un besote a tod@s los que pasáis por mi pequeño mundo de piedras con alma. Y gracias por estar ahí, gracias siempre.

sábado, 1 de agosto de 2009

La prisionera

Un día tras otro, el mundo se dejaba observar impasible a través de los barrotes de la celda. Desde allí, los ojos de la prisionera parecían aumentar de tamaño para amoldarse a la ventana y absorber cada milímetro del paisaje. Campos en ocasiones de un verde límpido que casi dañaba la visión, otras veces cubiertos por una gruesa capa de nieve o cegados por la niebla otoñal; y otras, por un sol abrasador, de cuyo calor a ella, parapetada tras las rejas, no llegaba a salpicar siquiera unas gotas.


Era lo único en su vida sujeto a alguna variación, el único cambio que conocían sus pupilas cautivas. Todo lo demás permanecía siempre igual, amanecer tras amanecer y ocaso tras ocaso: la comida que le suministraban dos veces al día a través de una abertura en la puerta, el camastro lleno de parásitos donde a duras penas descansaba de sus jornadas de completa inactividad; el recipiente donde efectuar sus necesidades más primarias…


Y la puerta de hierro, exasperantemente cerrada, que la separaba del mundo; y el guarda (¿o eran varios? no estaba segura, y a fin de cuentas, tampoco importaba demasiado) que custodiaba la entrada con la paciencia de un santo y la inexpresividad de un autómata, programado cada mañana para ganarse el sustento del día.


Siempre había sido así, durante tanto tiempo que, simplemente, era más cómodo no planteárselo siquiera. No recordaba una época en que la vida fuera distinta; tampoco recordaba las circunstancias que la llevaron a verse enclaustrada entre cuatro paredes. Sus pensamientos más recurrentes insistían una y otra vez en la conveniencia de No Pensar; su afición preferida era contar los ladrillos que componían las paredes, y observar las telarañas que las decoraban. El anhelo o la esperanza de algo mejor habían quedado relegados a un rincón de la celda, justo entre la telaraña con forma de estrella y el ladrillo número 59.


Ése día, sin embargo, sucedió algo. Anochecía mientras se encontraba contemplando el mundo tras los barrotes, cuando un pequeño mochuelo se posó en la repisa del ventanuco, justo delante de ella. Le sorprendió. En su cautiverio había podido observar algunas aves desde lejos, pero nunca a pocos centímetros de su rostro. Contempló su mirada de ámbar y la velocidad de su diminuto pico mientras se atusaba las plumas, con la reverencia de quién presencia un milagro ante sus ojos. Pero cometió el error de alargar una mano para tocarlo… y en cuestión de segundos, el ave se alejaba aleteando a través del crepúsculo.


La muchacha permaneció al menos media hora contemplando el retazo de cielo por donde se había alejado el pájaro, mientras sentía un pellizco inexplicable acechándola desde la boca del estómago; podría ser nostalgia, si no fuera porque no conseguía recordar haber añorado nunca nada. Al rato, una lágrima cayó en una de sus manos, todavía aferradas a los barrotes. Esto la hizo sobresaltarse y mirarse los dedos como si nunca los hubiera visto antes; no recordaba la última vez que el llanto acudiera a visitarla.


Esa noche le costó más de lo habitual conciliar el sueño, y cuando lo consiguió, cayó en un sopor pesado, enmarañado, que la envolvía en una niebla semejante a la de los campos otoñales. Era tan espesa que apenas le permitía respirar. Poco a poco sentía que sus pulmones ardían en el esfuerzo de inhalar aire, mientras su cuerpo se rebelaba contra algo que parecía inevitable…


Despertó sobresaltada y empapada en sudor. Sin embargo, en seguida comprobó que la sensación de opresión y ardor al respirar no la había abandonado junto con el sueño. Entonces vio el humo, colándose lentamente por debajo de la puerta.




El pánico no era una sensación a la que estuviera acostumbrada. Por eso se asustó aún más cuando sintió su corazón golpeándole las costillas como una maraca, a la vez que intentaba, temblorosa y a toda prisa, encontrar una salida. Era consciente de que iba a morir asfixiada en su infierno particular, y por primera vez en mucho tiempo, tomó la decisión de rebelarse.

Primero trató de tirar de los barrotes del ventanuco; en los intentos iniciales parecía más una convulsión que un acto consciente, dominada como estaba por la histeria. Después logró aplicar una fuerza real, pero todo esfuerzo fue inútil. Desistió cuando comprendió que, de todas formas, la ventana era demasiado estrecha y que lo único que conseguiría sería quedarse trabada en ella, sufriendo una muerte aún más miserable.


El tiempo se acababa. Los efectos de la falta de oxígeno empezaban a hacer mella en su desnutrido organismo. Unido al mareo, el humo empezaba a dificultar la visión dentro de la celda. ¿Era cosa suya o le daba la impresión de encontrarse cabeza abajo? Solo quedaba un sitio por el que escapar, y entonces ni el miedo más visceral ni enraizado, era capaz ya de detenerla.


Empujó la puerta con todas sus fuerzas, con las pocas que le quedaban, con las que no sabía que tenía. Al poco, la cerradura crujió. Siguió empujando, pero no cedió más. Desesperada, cogió impulso y empezó a propinar patadas al acero. Finalmente, se oyó un crujido seco, algo más fuerte que el anterior, y el candado salió volando, mientras la puerta se abría lentamente, emitiendo un sordo quejido; casi parecía molesta por tener que moverse, como una anciana que no ha salido de su hogar en años.
Después de todo, no era tan difícil escapar una vez que se intenta; pero ni siquiera tuvo tiempo de pensar en ello. Al abrirse la puerta, comenzaron a entrar bocanadas de humo negro y denso, pegándose a su piel, a sus ojos, a sus pulmones.


Inmediatamente cayó al suelo, presa de espasmos de tos que hacían temblar todo su cuerpo, mientras oía el crepitar de las llamas cada vez más inminente. Finalmente pudo recuperarse lo suficiente para intentar recorrer el pasillo a cuatro patas, ya que su instinto le decía que era la única forma de evitar ahogarse.


Los últimos metros fueron los más difíciles. Llegó un momento en que ni siquiera era capaz de ver por dónde iba, de escuchar ningún sonido que la guiara. Tampoco sus manos, que tanteaban las paredes en busca de una salida, eran capaces de ayudarle. Ya sólo existía el olor a quemado y el humo colándose por cada rendija de su ser, asfixiando todos y cada uno de los átomos de su cuerpo. Ella, que tenía una vaga conciencia de haber vivido el infierno, sabía ahora qué se sentía al navegar por el más profundo de los avernos.


Supo que había llegado al final del pasillo cuando se encontró con otra puerta. Esta vez sus empujones no fueron conscientes, sino una suerte de impulso animal que actúa sin más. O tal vez ni siquiera fue necesario empujar, y se trataba tan sólo de una respuesta involuntaria de su cuerpo que se rebelaba por vivir. Y después… sintió que giraba, que giraba sin parar jamás.


Cuando recuperó la consciencia exhaló un grito ahogado. No sabía dónde se encontraba. El suelo era mullido, pero no se trataba del lecho de su celda, de eso estaba segura. Los pulmones aún le quemaban al respirar, aunque ahora era capaz de hacerlo sin dificultades. Se incorporó lentamente y miró a su alrededor. Entonces supo dónde estaba.


Se encontraba sentada sobre la hierba, en los mismos campos que durante tanto tiempo había contemplado desde la celda. Sus ropas y su pelo estaban húmedos. De hecho, aún caía una fina llovizna que casi parecía no mojar. Los restos de la que fue su prisión eran un hervidero de vapor, unos metros pendiente arriba. El incendio se había sofocado al fin.


Aún con las rodillas temblorosas, intentó ponerse en pie mientras miraba a su alrededor. Salvo algunos ruidos de animales, reinaba el silencio. Estaba sola. ¿Sólo ella había sobrevivido al incendio? Y si… ¿y si se encontraba sola en la Tierra? Se asustó repentinamente al sentir el viento golpeándola en la cara. ¿Qué era aquello? ¿Por qué el mundo se empeñaba en atacarla? Volvió a mirar alrededor suyo, cada vez más atemorizada. Era todo demasiado abierto, demasiado amplio… tanto que casi sentía vértigo. Miró hacia arriba y y sus ojos se ensancharon al observar la oscura bóveda del cielo nocturno, cuyas nubes parecían cernirse sobre ella para atraparla.


Esta vez sí gritó. Gritó una y otra vez hasta desgarrarse sus ya doloridos pulmones. Fue encogiéndose cada vez más, hasta acabar agachada sobre la hierba, cubriéndose el rostro con ambas manos, intentando llorar sin conseguirlo.


Cuando por fin se atrevió a retirar las manos de su cara, comenzaba a despuntar un resplandor ocre hacia el este, filtrándose a través de las nubes y haciéndolas brillar como algodón dorado. Comenzó a vislumbrar algunos árboles de un bosque cercano, que no alcanzaba a ver desde su celda y durante la noche habían permanecido ocultos en la oscuridad. Algo le llamó la atención. ¿El sol se colaba entre los árboles? Entonces reconoció los ojos de un mochuelo como el que la había saludado en la ventana mientras aún estaba presa, o quizás el mismo; y que ahora la observaba atentamente con sus ojos de amanecer. En cuanto dio un paso hacia él, levantó de nuevo el vuelo. Pero esta vez, al seguirlo con la mirada, descubrió como se dirigía hacia las cumbres de unas montañas lejanas, medio escondidas tras las nubes.


Volvió a mirar a su alrededor. Con cada nuevo movimiento de sus ojos, con cada nueva inspiración, llegaba nueva e impresionante información a su cerebro: el bosque que se extendía hasta perderse de vista, el sonido de las aguas de un riachuelo cercano, el aroma a hierba húmeda… después de todo, el mundo era más grande de lo que ella había pensado. Tal vez ni siquiera se encontraba sola.


Una gota de agua le aplastó el cabello sobre la frente. A ésta le siguieron más, una tras otra. Pero ésta vez era diferente. Ahora la lluvia parecía calmarla, limpiarla por dentro además de por fuera –que falta le hacía-. Así que extendió los brazos y levantó el rostro al cielo, para que la lluvia la lavara entera y se llevara con ella todos aquellos años de sufrimiento… para que se llevara la celda, la puerta de acero, el sucio camastro, los ladrillos que tantas veces contó…


Por el campo se escuchó el eco de un nuevo sonido. Era su propia voz, se reía a carcajadas, casi histérica de la emoción, mientras recordaba lentamente que todos nacemos libres, aunque la mayoría lo olvidamos por el camino.

martes, 21 de julio de 2009

En cualquier otro lugar


Llegas misteriosamente y entre susurros, protegiéndote en la coartada de la noche, a perturbar mis sueños. Sólo tu presencia los hace más fantásticos de lo que yo hubiera podido concebir. Ni te imaginas lo que eso me fastidia… y, sin embargo, siento que vuelvo a renacer cada vez que te cuelas entre las sábanas de mi subconsciente.


Tu solo recuerdo actúa en mí como la luz de un faro: primero me deslumbra, más tarde sirve para guiarme desde dondequiera que esté cada vez que me siento perdida. Recordándome a dónde quiero ir, y eso no tiene un precio que se pueda pagar con palabras.


En cualquier caso, tus traviesas incursiones en mi memoria me emocionan y me trasladan a otros tiempos más inocentes, más puros, dónde vivir era tan simple que cuesta creer que ahora, en ocasiones, se pueda complicar tanto.


Es por eso que no me queda otra que maldecir las coordenadas espacio-temporales hasta quedarme sin voz. Y no puedo dejar de pensar en cómo hubiera sido mi vida si te hubiera encontrado en cualquier otro momento, en cualquier otro lugar. Si el mundo orbitara en una dirección diferente y el día no precediera a la noche… si existiera un camino correcto de vuelta a casa, ¿qué hubiera sucedido entonces con nosotros? ¿habría sido posible alguna otra opción distinta a la de simplemente soñarte?


Me reconforta pensar que sí. Al fin y al cabo, si en tan poco tiempo fuiste capaz de recomponer todas y cada una de mis ilusiones rotas de forma que no volvieran a quebrarse jamás; si el beso que nunca me diste logró despertar mi alma aletargada durante tantos años… quién sabe lo que hubiéramos podido lograr juntos… un mundo entero, una vida entera, a nuestra medida.


Fuiste el único en captar de mí hasta lo que nunca decía, el primero en aceptarme entera, con mi luz y mi sombra; sintiendo también que las entendías de alguna forma, cuando a nadie más parecían importarle.


Y por eso sólo a ti te debo, desde la penumbra de mi recuerdo, algo parecido a una disculpa. Y no porque piense que te he hecho daño de alguna forma, por eso no. Más bien por todas aquellas veces en que evité tu mirada, por la confusión que pudiera hacerte sentir. Y también, por qué no, por todos los momentos que no compartimos, por todos esos retazos de paraíso que pudieran haber sido nuestros, por cada rincón de tu piel que no recorrí… por esos besos que nunca nos dimos y que sin embargo, a mí, me devolvieron la vida.


Si no entiendes nada de todo esto, algún día te lo contaré… en cualquier otro lugar, en cualquier otro momento. Y si tampoco eso fuera posible, no te preocupes… te lo susurraré en voz bajita y al oído, para que nadie más se entere, la próxima vez que vengas a visitarme en mis sueños.

domingo, 28 de junio de 2009

Notas de madrugada

Las mañanas de los sábados eran, con diferencia, el mejor momento de la semana. Esperaba con impaciencia las horas en que la vida me regalaba la mayor ternura y placidez que podía concebir mi alma inexperta.


Eran las seis o las siete cuando mi padre se marchaba a trabajar. Una vez se había duchado, vestido, desayunado y recogido, eventualmente, los útiles que debía llevarse en la furgoneta (un taladrador, unas losas de mármol) recordaba que le quedaba una cosa más por hacer antes de irse. Despertarme.


Yo me levantaba a trompicones, buscaba a tientas los zapatos al pie de la cama, recogía mi pequeña almohada y, balanceándome aún entre el mundo de los sueños y el de los sentidos, recorría el pasillo y entraba en el dormitorio de mis padres. Nadaba entre la penumbra de persianas cerradas hasta encontrar la cama de matrimonio y, entonces, me sumergía, acurrucándome junto al cuerpo soñoliento de mi madre.


Una vez allí, abrazada a su cuello y anestesiada por su inconfundible aroma –el de cada madre- y sintiendo, también, esa inexplicable sensación de invulnerabilidad que me rodeaba cuando ella me abrazaba, podía permitirme volver a soñar de nuevo. Esta vez a mayor escala, con mayor colorido, hasta el último y polvoriento rincón del último sueño posible.


Sobre todo los días que podía escuchar, a través de la pared, la música clásica que ponía mi vecino de al lado -tipo excéntrico como pocos, pero capaz de apreciar la belleza con una vehemencia tan singular como su persona-. Así fueron mis primeros contactos con esa deliciosa pócima sonora, capaz de conseguir que cualquier sonido cotidiano sonara horrendo y fuera de lugar, como una mano arañando una pizarra. Junto a la persona que más quería en el mundo fue como llegaron a mis infantiles oídos lo que a mí se me antojaban jirones de sueños flotando en el aire.


Pero no cualquier tipo de sueños: eran los que siempre soñé, los míos, y como al instante reconocieron a su legítima dueña, se adhirieron a mi alma con alegría. Pronto aprendí a sentirlos como si siempre hubieran estado allí, a alimentarlos, a consolarlos cuando tenían miedo… ellos, por su parte, aprendieron a pertenecerme; y nos convertimos en familia, compartiendo nuestra sangre y nuestros deseos desde ese preciso instante.


Todas esas madrugadas de sábado, enhebradas en un collar de recuerdos sin principio ni fin, sirvieron para enamorarme. En esos días recién nacidos, surgió una pasión que me acompañaría el resto de mi existencia y que sería capaz de zarandearme con la fuerza con que un huracán sacude bosques y ciudades… cambiando de sitio las emociones en mi alma, alborotándolas y haciéndolas volar. De una forma tan parecida al amor que a veces, el amor, no me parece suficiente a su lado.


Hoy, cada una de esas notas que me acunaron en el limbo de mi duermevela continúan prendidas a mi espíritu. A veces me da miedo agitarlo mucho, no sea que se caigan y las pierda para siempre.


Pero no creo que eso suceda, porque cada vez son más… cada día encuentro nuevas notas que se aproximan a mi alma como en enjambre, prometiendo hacerla vibrar hasta el fin de sus días. Pues en la vida todo es armonía, y no tengo intención de perder el compás.

martes, 16 de junio de 2009

Siempre nos quedará Dubrovnik


Donde quiera que voy, los recuerdos de los lugares donde alguna vez he estado van siempre conmigo. Todos ellos forman ya parte de mi piel y de la sangre que corre caliente por mis venas. Todos han contribuido, cada uno a su peculiar manera, a hacer de mí lo que ahora mismo soy, con todos mis matices y mis claroscuros. No hacen falta fotos, ni recuerdos, ni tan siquiera un pensamiento retrospectivo: se encuentran en cada átomo de mi ser. Sólo hace falta fijarse bien para poder distinguirlos.


Soy Venecia cuando me siento romántica, cuando la pasión enciende mis latidos y necesito una llama dentro de mí, un carnaval de deseos incontrolados y apenas encubiertos por máscaras de fiesta. Navego por canales sin principio ni fin, en el baile secreto de un acercamiento que empieza, de un amor que se insinúa… un amor que quizá no tenga nada de amor, y se conforme con ser un espejismo… pero ¿a quién no hace soñar un buen espejismo en los momentos en que realmente lo necesita?


Cuando quiero sentirme una niña de nuevo, no tengo más que volver a Cracovia. Y me refugio en un castillo encantado donde reyes y reinas enamorados más allá de la vida y de la muerte, siguen oyendo recitar, desde sus sepulcros, los poemas que se escribieron el uno al otro en su existencia mundana. Sueño con un final en el que vivir feliz para siempre jamás (¿o eso sería un principio?). Y en vez de mi príncipe azul, escojo comer perdices con un simple pastorcillo que, aunque más humilde, sabe protegerme cuando me encuentro en peligro a manos del temible dragón de fauces llameantes.


Sigo paseando por Lisboa, por las noches sin mesura de su Barrio Alto, todos aquellos momentos en que mi espíritu simplemente necesita más, algo diferente a todo lo aceptado y establecido. Cuando me contento con buscar una razón en el sinsentido, en la locura consciente de paredes con extrañas pinturas tentaculares o bares musicales con ventanas en forma de escaparate, pero sin puerta por la que acceder a ellos. Donde nada es lo que parece, donde todo parece mágico y pintoresco, como en un mundo hecho a medida de mis sueños más descabellados.


Pero si hay un sitio que me marcara, un lugar a dónde regreso constantemente sin importar que lo pretenda o no, es a Croacia. Un país que me enseñó una auténtica lección de vida con todas las letras, sin faltar ni una. Del que aprendí cómo reconstruir un pasado para hacer posible la esperanza de un futuro. En cada hermosa ciudad medieval, en cada parque natural minado de cascadas de una belleza imposible, en cada noche de mar y fuegos artificiales que no llegaron a consumarse, latía el recuerdo de un horror no muy lejano al que fue necesario sobreponerse y seguir adelante.


Todo ello continúa patente en pequeños detalles que a nadie pasan desapercibidos: la hondonada de un misil en el interior de un antiguo convento o un jardín público reconvertido en cementerio nos recordaron a todos que es posible seguir viviendo aunque no lo parezca, que las pesadillas pueden diluirse con el paso de cientos de noches y que hasta un país es capaz de dejar atrás la oscuridad para volver a amanecer y deslumbrar con su belleza, singularidad y la calidez de sus habitantes a todo áquel que se adentra más allá de sus fronteras.


Croacia es el ejemplo a seguir en mi vida, es a lo que aspiro a parecerme alguna vez. A poseer al menos una parte de su belleza y su sabiduría de Ave Fénix… siempre presta a resurgir de las cenizas que una vez la consumieron.

domingo, 7 de junio de 2009

Mis intenciones



En esta vida, he podido probar la soledad. Y también el amor. He catado además algo que no era ni una cosa ni la otra, sino una insípida mezcla de ambos, que me dejó en los labios durante un tiempo cierto sabor de desilusión ante la vida en general. Hablo de la soledad en compañía, o lo que es lo mismo, de la compañía de alguien que no sabe sino hacerte sentir más sola que nunca.


Un año duró esta carga, esta relación que avanzaba a trompicones, sintiéndome como si llevara en mis hombros el peso del mundo… y no llevaba más que el de un ser humano.


Pero la culpa no fue suya, sino mía. Yo no sabía lo que quería, no sabía quién era yo ni quién era él; y le dejé diluir toda mi esencia en el proceso. Después se interpuso el dolor de hacerle daño, durante demasiado tiempo, hasta que al fin supe liberarme de la trampa que yo misma me había tendido.


Ahora tengo claro que si en mi vida tiene que haber soledad, no pienso echarla a patadas; o que si el amor tiene a bien llamar a mi puerta, que entre a mi casa sean las cinco de la tarde o las tres de la madrugada, porque tampoco cierro con llave para él. Pero nunca más me conformaré con un insulso intermedio de ambos, que no conserva ninguna de sus cualidades y cuenta con los inconvenientes de los dos.


Y me dolería en lo más hondo que alguien decidiera estar conmigo por los motivos equivocados. Que dijera quererme porque tiene miedo de lo que la soledad pueda susurrarle si alguna vez se encuentran en la intimidad, o le aterra pensar que nunca será feliz si otra persona no viene a servirle ése sentimiento como un camarero le trae su bebida. Que ansíe tener pareja para no verse excluido de una sociedad que tiende a agruparse de dos en dos, o que desee mis caricias y mi sabor porque hace meses que no toca una piel que no sea la suya propia.


Porque yo, aunque me haya equivocado y quizás merezca el mismo destino que infligí, yo no he venido al mundo para tapar las carencias de otro, ni siquiera para hacerle feliz; no creo que pudiera darle a otra persona algo que no ha sabido encontrar por sí mismo. A mí me importan cada vez menos las opiniones de una sociedad que no es la encargada de vivir mi vida, ni tampoco me echará de menos cuando ésta acabe; y por tanto, no pienso vivir, mientras pueda, según los dictados subliminales de aquellos a los que nada debo.


Tampoco me atemoriza lo que la soledad pueda contarme a hurtadillas, pues ésta vez no lograría sorprenderme con ningún pensamiento que no haya cruzado ya mi mente. Y aunque sé que las exigencias de la piel pueden llegar a ser muy poderosas, para mí ya no pesan bastante como para embarcarme en una relación sin sentido.


Yo, por fin, sé quién soy, y aunque a veces no sepa lo que quiero, al menos sé lo que no quiero –que ya es bastante-. Y ya que he tenido la suficiente humanidad para equivocarme y el suficiente valor para reconocerlo y enmendar lo posible, al menos pienso aplicar lo que aprendí a base de golpes.


Si me tienes que querer, si yo te tengo que querer, que sea porque estando juntos nos sintamos más nosotros mismos que en compañía de ninguna otra persona. Que sea porque cualquier anécdota que me suceda a lo largo del día no ocurra de verdad hasta que no te la cuente. Que el tiempo nos arranque las palabras de los labios hasta que perdamos la conciencia de éste. Que la vida nos arranque sonrisas cuyo nacimiento no sea posible si no estuviéramos juntos. Que si somos compañeros y cómplices en nuestra existencia, no sea porque impere en la sociedad, sino porque no deseemos otra cosa en el mundo.


Que sepa que todos mis sueños e ilusiones, que todas las letras que escribí, eran para ti desde antes de encontrarte. Que la felicidad, cuando me venga a visitar, no tenga más remedio que multiplicarse si te halla a mi lado. Que la historia de tu piel sea la única que mis labios quieran contarte cada vez que los haces callar.


Que, si nada es para siempre y la vida dura apenas el sonido de una melodía… llevemos mejor el ritmo si la bailamos juntos.

sábado, 30 de mayo de 2009

No sabes quién soy

Los lazos que nos unen los unos a los otros son tan difíciles de comprender, reparar o deshacer. .. compuestos de emociones la mayoría de las veces, de interés o compromiso otras, o de puro azar las menos, ¿cómo saber qué hacer cuando surje un roce con una de esas personas a la que te encuentras tan fuertemente atada? ¿Por dónde empiezo a desenredar los nudos que sin querer nos hemos ido haciendo en el camino?


Por mucho que pasen los años, por muchas experiencias que acumulemos, la incomprensión es algo a lo que nunca nos volvemos inmunes. Ni de lo que nunca se puede escapar, por mucho que creas conocer a nadie; por lo que a veces siento que nos encontramos eternamente separados de los demás por un muro construido a base de semántica y connotaciones lingüísticas.


De todas formas, quizás sea así como deba funcionar el mundo. Después de todo… hay cosas que nunca podremos comunicar a otra persona que no seamos nosotros mismos, incluso aunque quisiéramos. Por eso quizá cuando te pido que me entiendas, sean simples palabras malgastadas que le grito al viento.


Porque ¿alguna vez has sentido el dolor de los fantasmas que atenazaban mi garganta? ¿Los has visto dar vueltas en mi cabeza, amarga e inexorablemente, haciéndose mayores a cada paso que daban, cual tétricas bolas de nieve?


¿Tampoco has sentido esas otras veces en que mi corazón, henchido como un pájaro, luchaba por escapar de mi pecho de pura emoción y trinar a plena luz del día?


¿Sabes de qué color son mis pesadillas o qué aroma tienen mis anhelos? ¿Puedes conocer el ritmo al que fluye mi sangre, las cadencias que rigen el discurrir de mis pensamientos; cómo éstos se revuelven dentro de mí, a veces preocupados, a veces con la efervescencia de la total euforia?


¿Eres consciente de las motivaciones que mueven mi vida? ¿Sabes por qué deseo ser amada sin opresiones, por qué me gusta perseguir sueños que quizá nunca alcance o por qué siento envidia de los animales que corren libres y a los que nadie controla?


No, no sabes nada de esto. No lo sabe nadie. Sin embargo, y rescatando del recuerdo un viejo refrán: “en el pecado está la penitencia”, ya que yo tampoco tengo la más ligera idea de las pulsiones que mecen como sauces al viento a personas que veo a diario, con las que hablo, río y comparto vivencias; e incluso a las que afirmo querer y llamo mis amigos. No los conozco, no he visto ni una sola de las cicatrices que alguna vez marcaron su alma, ni puedo imaginar la profundidad de algunas de ellas. Tampoco sé en qué momentos de su vida quisieron llorar de la felicidad que sentían, ni los sueños que depositan cada noche debajo de su almohada.


A lo mejor algunos de ellos me quieren más de lo que yo imagino… quizás otros me odien por alguna frase descuidada que les hirió y que yo ni siquiera recuerdo haber pronunciado. Puede que alguna de estas personas con las que me cruzo a diario sienta algo por mí y nunca haya tenido el valor de decírmelo. O que yo también ame a alguien a quién habitualmente finja odiar, y prefiera morir antes de reconocerlo.


Y así es como la civilizada Humanidad sigue poblando el mundo, surcado por incomprensibles barreras. Es así como todos corremos por las calles un día tras otro, con una prisa que nunca parece saciarse. Y no sabemos a dónde vamos. Ni quiénes son los que nos rodean.


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domingo, 24 de mayo de 2009

Personas Especiales

Es lógico pensar que de las personas que pueblan este mundo, cada una es única y diferente; esperar lo contrario sería poco más que ilusorio. Como también es lógico suponer que de todas las almas con las que te cruzas en tu existencia, algunas te dejen más huella que otras.


A algunas personas las puedes apreciar con el tiempo y con el trato, pero nunca llegan a calar en lo más hondo de tu alma; personas con las que la relación en común nunca pasará de la más simple vacuidad. Y esto, cuando ocurre así, es algo que no se puede forzar ni fingir. Como dos pájaros que se cruzan en su vuelo, cada uno seguirá su camino y se perderán de vista sin amargura ni nostalgia, ni tan siquiera un recuerdo concreto de los cielos que una vez compartieron.


Hay personas a las que de inmediato sientes como un alma opuesta a la tuya; personas antagónicas a tu forma de sentir y de vivir la vida, y con las que no merece la pena intentar poner ideas en común. Como el agua y el aceite, a lo más que se puede aspirar es a coexistir uno al lado del otro sin mezclarse jamás.


Otras personas pueden inspirarte una profunda conexión o incluso fascinación nada más conocerlas; pero, conforme el sabio tiempo va colocando cada sentimiento en su lugar, pueden ser el desencadenante de una gran decepción. Seres humanos con los que sólo tienen cabida las emociones violentas, sean un sentido o en el otro. De los que se puede esperar tanto la adoración más intensa como el más intenso desprecio. Si se lo permites, pueden conducirte a una montaña rusa de emociones de la que te es muy difícil escapar; sobre todo sin el consiguiente mareo posterior…


Y también existen las personas que marcan un punto de inflexión en tu vida. Personas que te hacen soñar, reflexionar y también replantearte la forma en la que ves el mundo. Que llenan tu alma de flores y construyen cauces para que naveguen tus sueños; que dejan huellas en tu espíritu semejantes a los pasos de un amigo, huellas que con los años merece la pena detenerse a contemplar y recordar, siempre con una sonrisa en la mirada.


Una de estas personas es la que me ha hecho el regalo que aquí tan orgullosa muestro. Por desgracia no la conozco aún en persona; pero he compartido con ella tantas y tan bellas palabras, que no puedo sino considerarla como alguién muy cercano a mí y en el que verdaderamente merece la pena confiar.


Por eso, a ti, a tu dulzura y tu cariño, a tu pasión por la vida y a esa llama que arde con fuerza dentro de ti (incluso cuando tú no la ves) te dedico esta entrada. Gracias amiga.


Y te envío, también, besos con sabor a regalo aún no desenvuelto, que por experiencia sé que son los mejores…

sábado, 9 de mayo de 2009

El sueño de los Inocentes


Podría estar contemplándolo dormir durante horas.


Es un pequeño prodigio, un milagro de bolsillo, observar su diminuta barriguita subiendo y bajando, acompasadamente; siguiendo una melodía marcada desde el principio de los tiempos, un ritmo vital eterno, una forma extrañamente deliciosa de combinar la materia y la energía. Y de vez en cuando, tan sólo de vez en cuando, escuchar un pequeño suspiro de satisfacción, que me relaja y me conmueve de una forma que a duras penas sabría expresar.


Me gusta observarlo cuando se marcha a ese recóndito lugar donde nadie es capaz de seguirle. Sin embargo, puedo imaginar que se encuentra en un sitio donde no existen, ni existieron nunca la envidia, el rencor, la vergüenza, el miedo a avanzar, o la necesidad irracional de bienes materiales que no hacen sino vaciar tu interior.


No, estas nimiedades no las ha necesitado nunca mi duendecillo protector, mi pequeña alfombra feliz; lo cual no puede sino reconfortarme y hacerme imaginar un mundo donde no nos complicamos la existencia innecesariamente con asuntos fuera de nuestro control. Con mucha más ternura y muchos menos prejuicios. Un mundo más primario, pero al mismo tiempo más evolucionado, donde nadie tuviera que rendir cuentas por ser cómo es y donde todos fuéramos felices por ser; simplemente por existir y compartir esta maravilla cotidiana que es respirar y soñar un día tras otro.


De momento, este dulce y reposado letargo, comedido en apariencia y, al mismo tiempo, libre por completo de inhibiciones, es propiedad exclusiva del resto de los miembros de su especie, de los niños pequeños y de aquellas personas con un corazón transparente y puro; un corazón que aún no ha aprendido, o no ha querido aprender, a mentir ni a avergonzarse… ni a encarcelar bajo llave ninguna de sus emociones.


Sigue durmiendo, dulcemente, tranquilamente, ajeno a los horrores del exterior. Y a mis ojos, cuando se cansan de contemplar el mundo, les gusta hallar reposo en su imagen. Saben que aún les queda mucho que aprender de él.

miércoles, 29 de abril de 2009

Soñando que Sueño

Una noche soñé… que todo lo que soñaba se hacía realidad, en el momento más inoportuno.


Soñé que me encontraba en una ciudad que no era la mía, viviendo una vida que me resultaba ajena… y de alguna forma, soportando un dolor que ya no me correspondía. Todo en esos días tenía el amargo sabor de las visitas de compromiso, de la ilusión que culmina en decepciones, de la ausencia de caminos, de un otoño que se adelanta en tu alma y te la empapa de lluvia.


Hacía mucho tiempo que había dejado de ser yo, y hacía también mucho desde que dejé de darme cuenta. Lo peor de todo era que no parecía importarme.


Aún así, el verano y su luz se acercaban. Y la vida no pensaba dejar que pasaran de largo por delante de mí (¡cómo adoro a ésa pequeña entrometida!!). La vida tenía un regalo que yo no esperaba y que nunca supe agradecerle cómo es debido.


Nunca es tan complicado describir lo que siempre has deseado encontrar en tu camino como cuando lo tienes delante de tus mismos ojos. Pero nunca me fue tan fácil reconocerlo como ese día.


El esbozo de un sueño, dibujado apenas a base de notas musicales y trazos a carboncillo. Un sueño construido sobre los andamios de la ternura, de la pasión por la vida y por el arte y de obstáculos en el camino que le han hecho más fuerte y más compasivo a base de saltarlos, uno tras otro. Un sueño no compuesto tan sólo de la materia incorpórea como la que suele formar a estos entes tan particulares; un sueño con nombre, y apellidos, y unos ojos de atardecer que sabían hablar en silencio, emocionarse sin lágrimas; y reír absolutamente siempre.


Los mismos ojos con los que me tope en la entrada de mi particular verano, que hicieron una situación incómoda fácil de sobrellevar, y que parecían leer en mí todo lo que siempre he llevado escrito. Todo, cuando nadie lo sabía y yo misma hacía tiempo que lo había olvidado.


Sin embargo, pocos sueños duran eternamente. Nos pese o no, vivimos en el mundo real, junto con otras personas… como yo en aquel momento. Personas a las que quería, aunque ya no amara, y por las que dejé escapar mi sueño sin apenas planteármelo.


Pero el verano de mi vida continúa. Porque cada mañana despierto y recuerdo que, a pesar de todo, fue real, que ése Sueño ocurrió hace poco más de dos años, y que sirvió para devolverme la vida, para recordar a la persona que era y traerla de vuelta. Y para luchar por lo que creo con ilusión y con ganas de cambiar, si no el mundo, una pequeñísima parte de él. Teniendo siempre presente que hay quién lo hace y no se rinde; y sin querer, como una especie de Rey Midas de la esperanza, transforma con su mirada todo aquello en lo que ésta se posa.


Ése alguien, sin pretenderlo, me regaló mucho más de lo que se imagina. Y aún lo hace, cada vez que le recuerdo.

lunes, 30 de marzo de 2009

Mi (Nuestra) Despedida

Te conocí cuando aún no te conocía. Tú me amaste cuando ni siquiera habías visto mi rostro. Me llegaste al alma, como un disparo, como un dardo envenenado de dulce sedante… con tal fuerza y tal intensidad, que casi me hacía daño. Apenas sabía cómo eras y ya dolía quererte.


Poco tiempo más tarde, te conocí de verdad, y creí conocerte desde siempre. Tú contemplaste mi rostro, y me vi hermosa a través de tus ojos. Todo parecía perfecto, como un sueño; sólo que más fuerte, sólo que mejor. Olvidé advertir que todo fuego que prende deprisa se consume con igual rapidez. Para cuando quise darme cuenta, era ya demasiado tarde… ya no quedaban más que las cenizas de lo que pudo haber sido el amor que soñé… y se convirtió, finalmente, en una suerte de juego grotesco del que nadie es capaz de salir vencedor.


Nada podía anticipar la intensidad del golpe que llegaría. De cómo pasé de la felicidad a la ansiedad, a las dudas. Te habías alojado tan dentro de mí que ya no sabía cómo era antes de conocerte. Tus ideas, tu esencia, me rodeaban; eras parte de mí hasta tal punto que parecías envolver todo mi mundo. Como el viento enredando mi pelo. Y como él, eras etéreo, voluble, cambiabas constantemente tanto en intensidad como en dirección. En esta ocasión, lo que revolvías y anudabas a tu paso era mi alma, mi estabilidad, mis emociones… sabrás tan bien como yo que eso no es tan fácil de arreglar… ni de soportar.


Vi nuestro final antes de que pareciera cercano; antes de que tú mismo comenzaras a verlo. Pero me resistía a creerlo con tal fuerza que la lucha se desató primero dentro de mí, y poco más tarde, entre nosotros. Cada mañana me despertaba inquieta, temerosa, preguntándome si ése sería por fin el día en que la balanza que nos tenía en vilo a ambos se inclinaría a favor de la ruptura. Creía que perderte sería lo peor que podía sucederme, que no podría soportar el dolor de dejarte ir.


Finalmente te perdí. Y aunque el dolor fue intenso al principio, poco a poco la calma tras la tormenta trajo consigo, como la playa al bajar la marea, emociones que nunca hubiera esperado. Como la tranquilidad de despertar cada mañana sin más inquietudes ni temores que me retorcieran el espíritu. Como la paz de aquel que sabe que ha perdido y que la vida, a pesar de todo, nunca se detiene.


Durante un breve periodo de tiempo, tan poco que casi no llegó a suceder, llegaste a significar tantas cosas para mí… tanto que casi lo fuiste todo. Pero ahora tengo mucho más. Porque si a partir de ahora hay en mi vida magia, pasión, sueños… o cualquiera de este tipo de emociones inabarcables para el alma humana salvo cuando ésta abre sus brazos de par en par, no necesitaré de otra persona a mi lado para que las sustente y no mueran de simple y pura desidia. La llave a todos mis deseos se encuentra dentro de mí… siempre ha sido así, pero sólo gracias a ti he sabido comprenderlo.


Siento todo tanto… siento que tú me encontraras, que me encontraras justo cuando no era posible que fraguara un amor maduro y constante por parte de ninguno de los dos… las coordenadas temporales a veces juegan una mala pasada –aunque las espaciales también se las traen-.


Ahora, ya no siento ningún dolor. El mar se encuentra totalmente en calma, y yo, aprendiendo a utilizar lo que la marea trajo consigo tras la tempestad. Disfrutando de una vida sencilla aunque nunca me consideré una persona sencilla. De actos tan simples pero trascendentes como leer un buen libro o jugar a hacerle muecas a un niño pequeño en un autobús. Las grandes emociones, la culminación de los sueños inconclusos llegarán algún día, lo sé, pero mientras tanto no pienso renunciar a nada de lo que la vida tenga para ofrecerme. Tampoco me gustaría ver que tú lo haces. Por eso te escribo esta despedida después de tanto tiempo, por eso y porque todos los grandes amores, como el nuestro lo fue, merecen una como es debido.


A pesar de todo, no creo que yo, ni tú, amáramos en balde. Durante el breve periodo que estuvimos juntos, forjé un nuevo sueño para mi colección: quería recorrer tu alma de una punta a otra, la encontraba tan fascinante que hubiera muerto por perderme en todos y cada uno de sus recovecos y encontrar, allí, todo lo que necesitaba para vivir.


No logré cumplir ése sueño, pero a cambio obtuve algo mejor. Tú me enseñaste que en mi propia alma aún quedaban rincones por descubrir, nuevos e interesantes recovecos que merecía la pena rescatar del olvido.


Por eso sólo me queda darte las gracias. Y desearte, de corazón, lo mejor.

sábado, 21 de marzo de 2009

Todo Aquello que Quiero



Nunca me he considerado ambiciosa en exceso. Y sin embargo, el tiempo te enseña que la sencillez se impone ante todo… también, con una claridad casi aterradora conforme pasan los años, a distinguir lo verdaderamente importante de lo que nunca lo ha sido en absoluto.


Mi corazón, durante los primeros años de mi vida, no ha dado indicios de una fuerza significativa, sino que parecía latir más bien apocado, con miedo de hacerse oír entre las demás pulsiones vitales que lo rodeaban. Con temor quizás a que lo aplastaran sin piedad. Lo cual pudo haber sido cierto en algunas épocas de mi vida, pero resultó alargarse mucho más de lo que hubiera sido conveniente. Y es que, tristemente, la fuerza de la costumbre y de la inercia, grises y pesadas como el cemento, hacen que ciertas actitudes pervivan en muchas ocasiones más allá de la fuerza, de las ganas de vivir o del simple sentido común. Convirtiéndose, por tanto, en rémoras que te impiden avanzar en tu camino, sea éste cual sea.


No es así por más tiempo. Mi corazón ha decidido imponer su autoridad, con más brutalidad de la que nunca lo hubiera creído capaz, tal vez por el ansia de recuperar el tiempo perdido… que no es poco. Ya no le importa ser escuchado, es más, es él quien ahora se esfuerza en que sus latidos no pasen desapercibidos en lo que resta de su breve paso por el mundo. Ha comprendido que no tiene nada de qué avergonzarse. Es más, ha decidido que piensa dejar alguna señal de dicho paso; no está dispuesto a que se le olvide así como así una vez haya cesado en su constante ritmo. Aunque finalmente sólo le recuerden los corazones afines a él, con eso le es más que suficiente.


En cuanto a mí, lo único que puedo hacer es respetar su voluntad. No debo resistirme a él; es más, me niego a resistirme a él.


El primero de sus deseos es que mis pies estén descalzos. Esto no admite negociación alguna, pero yo estoy de acuerdo con sus motivos. Y es que ya no quiero perderme nada de esta vida. Porque quiero sentirlo todo; lo que haga cosquillas a mi alma hasta que ésta no tenga más remedio que reír a carcajadas, y también lo que sea capaz de derramar mis lágrimas… porque si lo hace, es que realmente lo merecía.


Quiero estar descalza; y que si el suelo está frío, sirva para templar el calor de mis ideas cuando bullen a toda prisa en mi interior. Y sentir la calidez de la tierra, de la vida que bulle debajo de ella y que me conecta con el origen de todo, de todos los seres vivos iguales a mí y que, como yo, viven al ritmo de los latidos de su propio corazón. Sentir también la arena deshacerse entre los dedos de mis pies, consolándome y curando las heridas del camino; el agua de mar que me golpea incesante en sus interminables idas y venidas, sin dejar nunca que mis pies se sequen y la echen de menos antes de volver de nuevo junto a mí, siempre de nuevo junto a mí…


Viviré descalza de ahora en adelante, porque no quiero más barreras que me separen de la vida. Y porque si mis pies no se encuentran bien anclados en la tierra, nunca me será posible soñar sin límites; nunca lograré alzar el vuelo hasta llegar a lo más alto.


El segundo (y el último por ahora, pero todo se andará): mi corazón desea que haga todo lo posible porque las piedras cobren vida. Depende también de mí que las piedras se muevan y tenga lugar otra noche mágica, no una vez al año como dice la leyenda, sino todas las que sean necesarias.


Y es que para que los milagros ocurran, primero han de soñarse, ser modelados con las manos del alma hasta que adquieran su propia forma, su textura, sus colores… cuando por fin queda terminado tu pequeño milagro privado, cuando lo conoces de la misma forma que tienes en tu cabeza un mapa de las líneas que surcan la palma de tu mano, o del color exacto de los ojos de la persona de la que hace tiempo te enamoraste a los dos minutos de conocerla… entonces está listo para traspasar la frontera entre los sueños y la realidad… o lo que es igual, para hacer realidad tus sueños.


Estos son, de momento y hasta nuevo aviso, las principales voluntades de mi corazón. Y, como ya he dicho antes, no me queda más remedio que hacer lo que me pide. Al fin y al cabo, se encarga de mantenerme con vida.

domingo, 15 de febrero de 2009

Momentos de Luz



Todo parece más sencillo y más cercano cuando eres un niño. La fantasía no te resulta extraña; al fin y al cabo, es tu compañera de juegos. Convives con el misterio día tras día, ya que te encuentras en el vestíbulo de la vida y ésta tiene aún mucho que te parece curioso, divertido y enigmático. Como un juego. Los límites entre la realidad y la imaginación se hallan todavía deliciosamente difusos, deshilachados; y la cotidianidad, por tanto, tiene el vivo colorido de los sueños. Y los sueños, juguetones, se disfrazan de cotidianidad, como niños fingiendo que son mayores, aunque a veces los zapatos demasiado grandes de los adultos les hagan dar un traspiés que, sin embargo, pronto queda relegado al olvido.


Así mismo, la puerta al mundo de la magia y la fantasía se encuentra aún entornada, accesible, conteniendo apenas toda su luz. Sin candados, sin secretos. Sin prejuicios. Porque soñar en la infancia es algo natural, nadie espera que a tu edad hagas otra cosa, nadie te pide que pongas los pies en el suelo –no por el momento-, que seas de forma distinta a cómo realmente eres, que finjas, que aparques lo que sientes en deferencia a lo que todos consideran tu deber.


Luego te haces mayor, no mucho mayor, y te olvidas de esa puerta mágica que te puede hacer invencible con sólo cruzarla. O de los cuentos de hadas que escribías en un cuaderno de hojas a rayas, para que no se tuerzan los renglones, y con pequeños guiones separando cada palabra de la siguiente ¡¡no vaya a ser que confraternicen demasiado entre ellas!! Parece que todo acaba, que no queda más que la pura y cruda realidad, más pura y más cruda con cada año que pasa, y menos parecida a lo que había detrás de aquella puerta encantada.


Y cuantos más años pasan, más aprendes, pero menos sabes. Te ves obligada a convivir con certezas que no te gusta reconocer; y al mismo tiempo olvidas muchísimas otras cosas, cosas que intuyes que eran importantes, pero como ya no las recuerdas, no aciertas a saberlo con seguridad. Y notas que te falta algo, que hay un vacío donde antes había… otra cosa, pero por más que buscas no encuentras lo que pudo ser que un día te aportó tanta felicidad.


De pronto, sucede el milagro. Una tarde, visitas un pueblo para ver a unos antiguos familiares. Paseas por sus calles, que en principio no reconoces, y te sientes extrañamente bien, como si regresaras a casa. Entonces ves un antiguo castillo, majestuoso, como recién salido de un cuento de hadas… y caes en la cuenta de por qué es todo tan familiar, y a la vez, tan mágico. Porque ése castillo fue realmente parte de un cuento de hadas, del que habitaba tu mente de siete, ocho, o quizás incluso nueve años, la última vez que visitaste ése pueblo. Y por eso te sientes bien al estar en sus calles, porque cuando lo visitaste no eras simplemente una niña de ocho años que se dirigía a ver la cabalgata de los Reyes Magos con sus tíos y sus primos… no señor, eras una princesa que hacía de aquel antiguo castillo su morada y que planeaba una vida entera donde la magia se entretejía con el frío viento de principios de Enero, y donde todos los días eran como la víspera de Reyes, sin saber qué hermosos regalos te esperaban al abrir los ojos en el siguiente amanecer.


A partir de ése momento en que todo queda unido, ya no te importa cómo la vida te enseñó a distinguir claramente entre sueños y realidad, distinción que en un día de furia te llevara a echar el candado a tu puerta mágica y olvidarla. Porque en el instante en que vuelven a ti, comprendes que no por ser distintos deben estar separados, ni ser incompatibles. Es en ese instante en que entiendes qué era lo que rellenaba ése vacío que tanta desazón te causaba… y que los sueños no sólo son una parte de la vida, sino que se hallan superpuestos a ella como hermosos bordados que la realzan, y la hacen más bella… de lo que alguna vez llegó a ser tan sólo con la cruda y pura realidad.


Son esos momentos de luz, en los que comprendes tanto con tan poco, los que hacen que la vida merezca la pena ser vivida. Y aunque lleguen desde las rendijas de la puerta que un día decidiste cerrar, a veces te inspiran lo bastante como para reabrirla; y para abrir muchas otras puertas, y ventanas, y hasta claraboyas en el techo de tu alma que hagan que todo parezca más brillante, más nuevo; y para que las telarañas de los rincones vuelen para siempre y nunca vuelvan a habitar en ti.


Y, finalmente, esos momentos de luz conspiran con iluminar tu camino para siempre.

domingo, 1 de febrero de 2009

En la Cuerda Floja


Ya queda poco para la primavera, para el renacimiento de la vida. Resulta irónico por tanto que ahora me sienta como una hoja seca en otoño, a merced de los elementos. Y ni siquiera sé si esto el culpa del viento que me balancea, y que cuando se canse de mi, se limitará a depositarme en el lugar más insospechado. O tal vez el culpable sea el frío, que me ha arrojado del árbol al que durante tanto tiempo pertenecí; aunque al ser éste el único que había conocido, ni siquiera sepa si me encontraba a gusto en él…


Lo peor que podemos hacer los seres humanos es dar algo por sentado. Pensar que cualquier cosa en esta vida puede ser segura ¡vaya estupidez! cuando lo único seguro a nuestro alrededor es la incertidumbre, ésa en la que con tanto miedo me sumerjo, aunque una vez la considerara mi amiga… Sí, hubo una época en que no saber en absoluto que sería de mí al cabo de un mes o un año me resultaba extrañamente estimulante, como si todo estuviera aún por escribir, como si a la vuelta de cada esquina pudiera esperarme todo aquello con lo que siempre soñé –y que ni yo misma sabría definir-.


Ahora es el momento, ahora debo recordar lo que el tiempo me enseñó a olvidar.


Ahora, ante mí, un camino desierto… que no lleva a ninguna parte, por lo que me han dicho; o quizás, si me adentro en él, descubra de pronto que lleva a todos los lugares a los que desee ir. También es cierto que no se debe creer todo lo que dicen; y que a veces los caminos menos recorridos suelen ser los más interesantes, a pesar de las raíces sueltas con las que puedes tropezarte y caer. Ahora que lo pienso, ya puestos a sumergirse en mi antigua aliada la incertidumbre, podría hacerlo hasta el fondo, hasta perder pie…


Quizá no tenga ahora menos que antes. A lo mejor tengo incluso más, porque tengo todo lo que podría desear y que antes ni siquiera intentaba conseguir. Puede que tenga más porque tengo menos que perder, menos excusas para buscar mi libertad, dondequiera que ahora mismo se encuentre.


Puede ser que este mes que aún me queda por pasar en la cuerda floja no tenga por qué ser amargo, aún en el peor de los casos; y que si definitivamente caigo de mi árbol, después encuentre otros mejores, más acogedores, y de fruta más dulce … no puedo saberlo, ya que al fin y al cabo sólo conozco éste… puede que lo que más temía sea finalmente lo que me salve, y que esto, en vez del fin, sea la antesala de un nuevo principio, con más colorido y más raíces sueltas.


Después de todo, tal vez no sea tan extraño que esté sintiendo todo esto en primavera.

miércoles, 21 de enero de 2009

Noche de Mar


Me asomé levemente a la noche, que me refrescaba el rostro con su brisa de salvaje libertad… y sin pensarlo dos veces, me quite mi disfraz de viajera cansada y salí a su encuentro.


Me dolían los pies de estar todo el día caminando, me dolían los oídos de escuchar a los guías, a mis compañeros de viaje, cada uno con su historia y sus manías particulares… me dolía el corazón de pensar en lo que tenía, aún medio deshecho, a miles de kilómetros de allí… a millones de kilómetros de lo que yo era, de lo que sentía… pero era algo que llevaba conmigo constantemente, como si no hubiera recorrido ni un milímetro de camino: era la pesada carga que yo misma me había impuesto sin saber por qué, y que aún tardaría mucho en dejar atrás.


Pero en ése momento era totalmente libre, no tenía que responder ante nada ni ante nadie… nadie podía quitarme los deseos que pensaba formular a las estrellas. La noche era mía, el mar también. “Si Mahoma no va a la montaña, la montaña deberá ir a Mahoma”… y si durante el día, con todas aquellas cosas por recorrer y todos aquellos senderos por ver, no había tiempo para bañarse en la playa, debería esperar a que la noche me ocultara, como una amiga que miente por ti cuando te escabulles a encontrarte con tu amante…


Y, efectivamente, a tan sólo unos metros del hotel me esperaba ansioso el Adriático, me susurraba cómplice, prometiendo acunarme con su arrullo y hacerme cosquillas en el centro mismo del alma si me acercaba un poquito, tan sólo un poquito más…


Durante el día me había fascinado éste mar desconocido por mí hasta entonces… tan turquesa y, a la vez, tan transparente, como unos ojos en los que gustosamente te perderías, quizá para siempre… Sin embargo, ahora me mostraba una cara completamente distinta de su ser; a medida que me acercaba, pareciera que dejaba de mostrarse amistoso para simplemente rechazarme, tornarse inhóspito, temeroso de una intimidad de la que yo era invasora. Sus ojos también eran distintos: ahora eran oscuros, insondables, eternos… probablemente unos ojos así no te volverían loca de amor nada más mirarlos y, sin embargo, bastarían unos segundos de contemplarlos fijamente para sentir que podían, no tan sólo perderte, sino atraparte, esclavizarte hasta robarte el alma y, con ella, sus más oscuros secretos...


Ahora aún me atraía más un baño en el mar, a pesar del frío, a pesar de las piedras que me taladraban los pies a medida que me adentraba. Pero una vez me hube acostumbrado a todo eso, pude ser consciente de que no era una extraña ni una invasora en esas aguas; al contrario, parecían recibirme y mecerme como si nunca hubiéramos estado separadas. El mar no me repelía… simplemente, en la oscuridad de la noche y viendo que me tenía en sus redes, había decidido hacerse un poco el difícil… ahora ya le tenía, ahora él me tenía, y me acunaba en sus olas mientras yo miraba a las estrellas, feliz considerando que me encontraba a años luz de lo que dejé tan lejos, a una distancia de miles de kilómetros.


Entonces miré hacia arriba. Miré y casi trago un litro de agua de mar (¡agua de ojos oscuros!) del susto que me llevé. Le reconocí en el instante en que le vi. Qué digo, le reconocí un instante antes de verle, pero sólo cuando pude enfocar la vista constaté que era él. Sí, lo era, no estaba alucinando: su silueta, la ropa que llevaba aquel día durante la excursión… no pude intuir su rostro ni su mirada, pero sí intuí su deseo, candente como la pícara luciérnaga de su cigarro encendido… y que ahora colgaba indolente de su mano, casi enfurruñado porque su dueño se había olvidado de él.


Mi primera reacción fue de miedo… ¿qué hace aquí a estas horas? ¿me ha seguido? ¡¿no se le ocurrirá bajar aquí!? ¡¿¡… y si no se le ocurre bajar aquí!? Poco a poco el miedo se fue tornando en algo inexplicable, más fuerte, más intenso y a la vez, más digno de temer. Me sentí halagada y, por qué no decirlo, excitada al verlo allí de pie, observándome en el silencio de la noche… sabiendo que mientras yo escapaba del hotel a refugiarme en el vaivén de las olas, él se escapaba tras de mí a refugiarse en mi imagen… confirmando lo que los dos sa bíamos y jamás llegaríamos a decirnos.


No bajó a la playa, como era de esperar. Después del primer instante de confusión, yo decidí obviar que le había visto y seguir con mi baño nocturno como si nada, aunque ya todo fuera diferente, aunque a partir de entonces fuera consciente en todo momento de sus ojos sobre mí… cuando finalmente me atreví, tras una decena de minutos al menos, a volver a levantar la vista, su imagen se había esfumado del pequeño acantilado. Casi parecía que todo hubiera sido producto de mi imaginación, sino fuera porque esta, aunque fértil, jamás había elucubrado nada parecido al maremoto de sensaciones que, como olas, vinieron a mí en ese instante.


Cuando lo encontré de nuevo a la mañana siguiente, llevando, como yo, sus maletas al autobús, todo parecía normal; pareciera que la noche anterior hubiera sido realmente un sueño. Sin embargo, ya no me atrevía a mirarle, me atemorizaba hablar con él, y no sólo porque me hubiera visto bañándome en el mar de madrugada; sabía que no necesitaba observar sus ojos negros, insondables, de oscuridad salada y húmeda, para sentir que podía robarme el alma… mi alma, actuando por cuenta propia como suele hacer en ocasiones con innata rebeldía, ya había decidido pertenecerle casi desde el primer momento, sin importar qué secretos pudiera revelarle, sin importar los miles de kilómetros que en unos días, irremediablemente, nos separarían.


Y pocos días más tarde, irremediablemente, miles de kilómetros nos separaron. Suerte que aún me queda el recuerdo de esos minutos de mar que compartimos, y de cómo sus ojos de noche me mecían dentro de ellos cada vez que me miraban.

domingo, 11 de enero de 2009

Mi Voz Dormida

A veces pienso que he estado dormida durante muchísimo tiempo.


Es curioso, porque mucha gente asocia el sueño con paz, sábanas revueltas y deseos insconscientes que salen a la luz como chiquillos alborotados en un patio de colegio.


Pero el sueño puede significar muchas más cosas… como tus más oscuros miedos al descubierto, aprisionándote… puedes revivir situaciones de tu pasado con mucho más terror de lo que alguna vez tuvieron; puede ser un perro negro, enorme, aterrador, siguiéndote a dondequiera que vas sin que nunca sepas cuándo te atacará… puede ser una pesadilla sin fin, sin saber, perdida en la inconsciencia cómo estás, que nada de lo que te oprime es real y que reside en tu voluntad girarte hacia la luz y despertar.


También puede significar perder el contacto con el mundo que te rodea, el interés en todo lo que alguna vez te hizo sentirte viva; y perder la noción de tí misma, no prestar más atención que a lo que tus ojos están dispuestos a ver. Esperar siempre el final de un día asfixiante que promete convertirse en el comienzo de otro día asfixiante… hasta que empiezas a dejar de notar el paso de los días, de las personas que olvidas en el camino, de la juventud que se escapa sin pedir permiso…


Y sí, ahora que lo pienso bien, creo que sí he estado dormida. Tan dormida que a veces ni siquiera sé cuántos años tengo. Tanto que me sorprende cuánto ha cambiado el mundo mientras yo me empeñaba en no formar parte de él, que me indigna ver cómo todos han cambiado y ahora son adultos, o lo pretenden, mientras yo me conformaría con mis deseos de niña, con reír, con experimentar, con quemar la noche hasta que no queden ni las cenizas… porque yo no estaba ahí mientras los demás hacían todo eso...


Incluso a veces me sorprendo de cómo soy, de cómo sé demasiado de algunos aspectos de la vida y demasiado poco de otros… Sin embargo, he de pensar que es lógico, que acabo de despertar de un largo sueño y apenas si estoy reconociendo los contornos de mi hogar, del mundo, de mí misma, de todo lo que una vez olvidé.


Todo irá mejor ahora que poco a poco he acabado de despertar. Ahora que puedo volver a recordar quién soy, a zarandear los sueños que dejé olvidados en mi mesilla de noche, y que con este tiempo han acumulado tanto polvo, los pobres… sin embargo, están como nuevos, me han esperado todo este tiempo porque ellos, con la sabiduría de las cosas intangibles, sabían que algún día volvería... aún cuando ni yo misma estaba segura.


Ahora que comprendo y saboreo la vida después de tantos años de sólo intuirla; ahora que mi perro negro es incapaz ya de perseguirme por más tiempo… ahora que ya no siento miedo, porque lo peor pasó y he sobrevivido, y aunque lleguen otros tiempos y me queden nuevas batallas… no me preocupa demasiado, porque sé que estoy despierta, consciente del mundo a mi alrededor y de lo que puedo lograr en él.


Ahora, por fin, me siento capaz de cambiar mi destino. Y merezco celebrarlo, porque me ha costado mucho llegar hasta aquí.