Por mucho que pasen los años, por muchas experiencias que acumulemos, la incomprensión es algo a lo que nunca nos volvemos inmunes. Ni de lo que nunca se puede escapar, por mucho que creas conocer a nadie; por lo que a veces siento que nos encontramos eternamente separados de los demás por un muro construido a base de semántica y connotaciones lingüísticas.
De todas formas, quizás sea así como deba funcionar el mundo. Después de todo… hay cosas que nunca podremos comunicar a otra persona que no seamos nosotros mismos, incluso aunque quisiéramos. Por eso quizá cuando te pido que me entiendas, sean simples palabras malgastadas que le grito al viento.
Porque ¿alguna vez has sentido el dolor de los fantasmas que atenazaban mi garganta? ¿Los has visto dar vueltas en mi cabeza, amarga e inexorablemente, haciéndose mayores a cada paso que daban, cual tétricas bolas de nieve?
¿Tampoco has sentido esas otras veces en que mi corazón, henchido como un pájaro, luchaba por escapar de mi pecho de pura emoción y trinar a plena luz del día?
¿Sabes de qué color son mis pesadillas o qué aroma tienen mis anhelos? ¿Puedes conocer el ritmo al que fluye mi sangre, las cadencias que rigen el discurrir de mis pensamientos; cómo éstos se revuelven dentro de mí, a veces preocupados, a veces con la efervescencia de la total euforia?
¿Eres consciente de las motivaciones que mueven mi vida? ¿Sabes por qué deseo ser amada sin opresiones, por qué me gusta perseguir sueños que quizá nunca alcance o por qué siento envidia de los animales que corren libres y a los que nadie controla?
No, no sabes nada de esto. No lo sabe nadie. Sin embargo, y rescatando del recuerdo un viejo refrán: “en el pecado está la penitencia”, ya que yo tampoco tengo la más ligera idea de las pulsiones que mecen como sauces al viento a personas que veo a diario, con las que hablo, río y comparto vivencias; e incluso a las que afirmo querer y llamo mis amigos. No los conozco, no he visto ni una sola de las cicatrices que alguna vez marcaron su alma, ni puedo imaginar la profundidad de algunas de ellas. Tampoco sé en qué momentos de su vida quisieron llorar de la felicidad que sentían, ni los sueños que depositan cada noche debajo de su almohada.
A lo mejor algunos de ellos me quieren más de lo que yo imagino… quizás otros me odien por alguna frase descuidada que les hirió y que yo ni siquiera recuerdo haber pronunciado. Puede que alguna de estas personas con las que me cruzo a diario sienta algo por mí y nunca haya tenido el valor de decírmelo. O que yo también ame a alguien a quién habitualmente finja odiar, y prefiera morir antes de reconocerlo.
Y así es como la civilizada Humanidad sigue poblando el mundo, surcado por incomprensibles barreras. Es así como todos corremos por las calles un día tras otro, con una prisa que nunca parece saciarse. Y no sabemos a dónde vamos. Ni quiénes son los que nos rodean.
