Eran las seis o las siete cuando mi padre se marchaba a trabajar. Una vez se había duchado, vestido, desayunado y recogido, eventualmente, los útiles que debía llevarse en la furgoneta (un taladrador, unas losas de mármol) recordaba que le quedaba una cosa más por hacer antes de irse. Despertarme.
Yo me levantaba a trompicones, buscaba a tientas los zapatos al pie de la cama, recogía mi pequeña almohada y, balanceándome aún entre el mundo de los sueños y el de los sentidos, recorría el pasillo y entraba en el dormitorio de mis padres. Nadaba entre la penumbra de persianas cerradas hasta encontrar la cama de matrimonio y, entonces, me sumergía, acurrucándome junto al cuerpo soñoliento de mi madre.
Una vez allí, abrazada a su cuello y anestesiada por su inconfundible aroma –el de cada madre- y sintiendo, también, esa inexplicable sensación de invulnerabilidad que me rodeaba cuando ella me abrazaba, podía permitirme volver a soñar de nuevo. Esta vez a mayor escala, con mayor colorido, hasta el último y polvoriento rincón del último sueño posible.
Sobre todo los días que podía escuchar, a través de la pared, la música clásica que ponía mi vecino de al lado -tipo excéntrico como pocos, pero capaz de apreciar la belleza con una vehemencia tan singular como su persona-. Así fueron mis primeros contactos con esa deliciosa pócima sonora, capaz de conseguir que cualquier sonido cotidiano sonara horrendo y fuera de lugar, como una mano arañando una pizarra. Junto a la persona que más quería en el mundo fue como llegaron a mis infantiles oídos lo que a mí se me antojaban jirones de sueños flotando en el aire.
Pero no cualquier tipo de sueños: eran los que siempre soñé, los míos, y como al instante reconocieron a su legítima dueña, se adhirieron a mi alma con alegría. Pronto aprendí a sentirlos como si siempre hubieran estado allí, a alimentarlos, a consolarlos cuando tenían miedo… ellos, por su parte, aprendieron a pertenecerme; y nos convertimos en familia, compartiendo nuestra sangre y nuestros deseos desde ese preciso instante.
Todas esas madrugadas de sábado, enhebradas en un collar de recuerdos sin principio ni fin, sirvieron para enamorarme. En esos días recién nacidos, surgió una pasión que me acompañaría el resto de mi existencia y que sería capaz de zarandearme con la fuerza con que un huracán sacude bosques y ciudades… cambiando de sitio las emociones en mi alma, alborotándolas y haciéndolas volar. De una forma tan parecida al amor que a veces, el amor, no me parece suficiente a su lado.
Hoy, cada una de esas notas que me acunaron en el limbo de mi duermevela continúan prendidas a mi espíritu. A veces me da miedo agitarlo mucho, no sea que se caigan y las pierda para siempre.
Pero no creo que eso suceda, porque cada vez son más… cada día encuentro nuevas notas que se aproximan a mi alma como en enjambre, prometiendo hacerla vibrar hasta el fin de sus días. Pues en la vida todo es armonía, y no tengo intención de perder el compás.
