Un día tras otro, el mundo se dejaba observar impasible a través de los barrotes de la celda. Desde allí, los ojos de la prisionera parecían aumentar de tamaño para amoldarse a la ventana y absorber cada milímetro del paisaje. Campos en ocasiones de un verde límpido que casi dañaba la visión, otras veces cubiertos por una gruesa capa de nieve o cegados por la niebla otoñal; y otras, por un sol abrasador, de cuyo calor a ella, parapetada tras las rejas, no llegaba a salpicar siquiera unas gotas.
Era lo único en su vida sujeto a alguna variación, el único cambio que conocían sus pupilas cautivas. Todo lo demás permanecía siempre igual, amanecer tras amanecer y ocaso tras ocaso: la comida que le suministraban dos veces al día a través de una abertura en la puerta, el camastro lleno de parásitos donde a duras penas descansaba de sus jornadas de completa inactividad; el recipiente donde efectuar sus necesidades más primarias…
Y la puerta de hierro, exasperantemente cerrada, que la separaba del mundo; y el guarda (¿o eran varios? no estaba segura, y a fin de cuentas, tampoco importaba demasiado) que custodiaba la entrada con la paciencia de un santo y la inexpresividad de un autómata, programado cada mañana para ganarse el sustento del día.
Siempre había sido así, durante tanto tiempo que, simplemente, era más cómodo no planteárselo siquiera. No recordaba una época en que la vida fuera distinta; tampoco recordaba las circunstancias que la llevaron a verse enclaustrada entre cuatro paredes. Sus pensamientos más recurrentes insistían una y otra vez en la conveniencia de No Pensar; su afición preferida era contar los ladrillos que componían las paredes, y observar las telarañas que las decoraban. El anhelo o la esperanza de algo mejor habían quedado relegados a un rincón de la celda, justo entre la telaraña con forma de estrella y el ladrillo número 59.
Ése día, sin embargo, sucedió algo. Anochecía mientras se encontraba contemplando el mundo tras los barrotes, cuando un pequeño mochuelo se posó en la repisa del ventanuco, justo delante de ella. Le sorprendió. En su cautiverio había podido observar algunas aves desde lejos, pero nunca a pocos centímetros de su rostro. Contempló su mirada de ámbar y la velocidad de su diminuto pico mientras se atusaba las plumas, con la reverencia de quién presencia un milagro ante sus ojos. Pero cometió el error de alargar una mano para tocarlo… y en cuestión de segundos, el ave se alejaba aleteando a través del crepúsculo.
La muchacha permaneció al menos media hora contemplando el retazo de cielo por donde se había alejado el pájaro, mientras sentía un pellizco inexplicable acechándola desde la boca del estómago; podría ser nostalgia, si no fuera porque no conseguía recordar haber añorado nunca nada. Al rato, una lágrima cayó en una de sus manos, todavía aferradas a los barrotes. Esto la hizo sobresaltarse y mirarse los dedos como si nunca los hubiera visto antes; no recordaba la última vez que el llanto acudiera a visitarla.
Esa noche le costó más de lo habitual conciliar el sueño, y cuando lo consiguió, cayó en un sopor pesado, enmarañado, que la envolvía en una niebla semejante a la de los campos otoñales. Era tan espesa que apenas le permitía respirar. Poco a poco sentía que sus pulmones ardían en el esfuerzo de inhalar aire, mientras su cuerpo se rebelaba contra algo que parecía inevitable…
Despertó sobresaltada y empapada en sudor. Sin embargo, en seguida comprobó que la sensación de opresión y ardor al respirar no la había abandonado junto con el sueño. Entonces vio el humo, colándose lentamente por debajo de la puerta.
El pánico no era una sensación a la que estuviera acostumbrada. Por eso se asustó aún más cuando sintió su corazón golpeándole las costillas como una maraca, a la vez que intentaba, temblorosa y a toda prisa, encontrar una salida. Era consciente de que iba a morir asfixiada en su infierno particular, y por primera vez en mucho tiempo, tomó la decisión de rebelarse.
Primero trató de tirar de los barrotes del ventanuco; en los intentos iniciales parecía más una convulsión que un acto consciente, dominada como estaba por la histeria. Después logró aplicar una fuerza real, pero todo esfuerzo fue inútil. Desistió cuando comprendió que, de todas formas, la ventana era demasiado estrecha y que lo único que conseguiría sería quedarse trabada en ella, sufriendo una muerte aún más miserable.
El tiempo se acababa. Los efectos de la falta de oxígeno empezaban a hacer mella en su desnutrido organismo. Unido al mareo, el humo empezaba a dificultar la visión dentro de la celda. ¿Era cosa suya o le daba la impresión de encontrarse cabeza abajo? Solo quedaba un sitio por el que escapar, y entonces ni el miedo más visceral ni enraizado, era capaz ya de detenerla.
Empujó la puerta con todas sus fuerzas, con las pocas que le quedaban, con las que no sabía que tenía. Al poco, la cerradura crujió. Siguió empujando, pero no cedió más. Desesperada, cogió impulso y empezó a propinar patadas al acero. Finalmente, se oyó un crujido seco, algo más fuerte que el anterior, y el candado salió volando, mientras la puerta se abría lentamente, emitiendo un sordo quejido; casi parecía molesta por tener que moverse, como una anciana que no ha salido de su hogar en años.
Después de todo, no era tan difícil escapar una vez que se intenta; pero ni siquiera tuvo tiempo de pensar en ello. Al abrirse la puerta, comenzaron a entrar bocanadas de humo negro y denso, pegándose a su piel, a sus ojos, a sus pulmones.
Inmediatamente cayó al suelo, presa de espasmos de tos que hacían temblar todo su cuerpo, mientras oía el crepitar de las llamas cada vez más inminente. Finalmente pudo recuperarse lo suficiente para intentar recorrer el pasillo a cuatro patas, ya que su instinto le decía que era la única forma de evitar ahogarse.
Los últimos metros fueron los más difíciles. Llegó un momento en que ni siquiera era capaz de ver por dónde iba, de escuchar ningún sonido que la guiara. Tampoco sus manos, que tanteaban las paredes en busca de una salida, eran capaces de ayudarle. Ya sólo existía el olor a quemado y el humo colándose por cada rendija de su ser, asfixiando todos y cada uno de los átomos de su cuerpo. Ella, que tenía una vaga conciencia de haber vivido el infierno, sabía ahora qué se sentía al navegar por el más profundo de los avernos.
Supo que había llegado al final del pasillo cuando se encontró con otra puerta. Esta vez sus empujones no fueron conscientes, sino una suerte de impulso animal que actúa sin más. O tal vez ni siquiera fue necesario empujar, y se trataba tan sólo de una respuesta involuntaria de su cuerpo que se rebelaba por vivir. Y después… sintió que giraba, que giraba sin parar jamás.
Cuando recuperó la consciencia exhaló un grito ahogado. No sabía dónde se encontraba. El suelo era mullido, pero no se trataba del lecho de su celda, de eso estaba segura. Los pulmones aún le quemaban al respirar, aunque ahora era capaz de hacerlo sin dificultades. Se incorporó lentamente y miró a su alrededor. Entonces supo dónde estaba.
Se encontraba sentada sobre la hierba, en los mismos campos que durante tanto tiempo había contemplado desde la celda. Sus ropas y su pelo estaban húmedos. De hecho, aún caía una fina llovizna que casi parecía no mojar. Los restos de la que fue su prisión eran un hervidero de vapor, unos metros pendiente arriba. El incendio se había sofocado al fin.
Aún con las rodillas temblorosas, intentó ponerse en pie mientras miraba a su alrededor. Salvo algunos ruidos de animales, reinaba el silencio. Estaba sola. ¿Sólo ella había sobrevivido al incendio? Y si… ¿y si se encontraba sola en la Tierra? Se asustó repentinamente al sentir el viento golpeándola en la cara. ¿Qué era aquello? ¿Por qué el mundo se empeñaba en atacarla? Volvió a mirar alrededor suyo, cada vez más atemorizada. Era todo demasiado abierto, demasiado amplio… tanto que casi sentía vértigo. Miró hacia arriba y y sus ojos se ensancharon al observar la oscura bóveda del cielo nocturno, cuyas nubes parecían cernirse sobre ella para atraparla.
Esta vez sí gritó. Gritó una y otra vez hasta desgarrarse sus ya doloridos pulmones. Fue encogiéndose cada vez más, hasta acabar agachada sobre la hierba, cubriéndose el rostro con ambas manos, intentando llorar sin conseguirlo.
Cuando por fin se atrevió a retirar las manos de su cara, comenzaba a despuntar un resplandor ocre hacia el este, filtrándose a través de las nubes y haciéndolas brillar como algodón dorado. Comenzó a vislumbrar algunos árboles de un bosque cercano, que no alcanzaba a ver desde su celda y durante la noche habían permanecido ocultos en la oscuridad. Algo le llamó la atención. ¿El sol se colaba entre los árboles? Entonces reconoció los ojos de un mochuelo como el que la había saludado en la ventana mientras aún estaba presa, o quizás el mismo; y que ahora la observaba atentamente con sus ojos de amanecer. En cuanto dio un paso hacia él, levantó de nuevo el vuelo. Pero esta vez, al seguirlo con la mirada, descubrió como se dirigía hacia las cumbres de unas montañas lejanas, medio escondidas tras las nubes.
Volvió a mirar a su alrededor. Con cada nuevo movimiento de sus ojos, con cada nueva inspiración, llegaba nueva e impresionante información a su cerebro: el bosque que se extendía hasta perderse de vista, el sonido de las aguas de un riachuelo cercano, el aroma a hierba húmeda… después de todo, el mundo era más grande de lo que ella había pensado. Tal vez ni siquiera se encontraba sola.
Una gota de agua le aplastó el cabello sobre la frente. A ésta le siguieron más, una tras otra. Pero ésta vez era diferente. Ahora la lluvia parecía calmarla, limpiarla por dentro además de por fuera –que falta le hacía-. Así que extendió los brazos y levantó el rostro al cielo, para que la lluvia la lavara entera y se llevara con ella todos aquellos años de sufrimiento… para que se llevara la celda, la puerta de acero, el sucio camastro, los ladrillos que tantas veces contó…
Por el campo se escuchó el eco de un nuevo sonido. Era su propia voz, se reía a carcajadas, casi histérica de la emoción, mientras recordaba lentamente que
todos nacemos libres, aunque la mayoría lo olvidamos por el camino.