sábado, 26 de septiembre de 2009

En el andén

Siempre me han fascinado las estaciones de tren, quizá por el halo que en ellas se respira de prisas y bullicio.


Porque se trata de un ajetreo emocionado, nervioso, con un deje de ilusión, muy distinto del acostumbrado en tu lugar de trabajo o en una calle cualquiera. El que sientes cuando te marchas de viaje a algún lugar desconocido, o te mudas a otra ciudad a comenzar una nueva vida; en cada partícula de la atmósfera de una estación se respira el aroma de la transición. Una instantánea de ese momento que se escurre silencioso entre una etapa de tu vida y la siguiente, mientras sientes en la boca del estómago el temor a lo desconocido bailando con la esperanza.


Es así como me siento en estos momentos, aunque no esté de viaje ni tenga planes inmediatos de irme de mi ciudad. Sin embargo, puedo notar como todo se mueve y gira a mi alrededor. Algo en mi interior cambia a tal velocidad que lo único que puedo hacer es sentarme, mareada, mientras me detengo a cuestionar qué ocurre.


En ocasiones me invade la melancolía, dejo que me rodee por completo. Pero no se trata de un sentimiento dañino; más bien parece acariciar mi alma con las puntas de los dedos, suavecito, para que no se asuste y salga huyendo. Me reconforta y me hace soñar con días de otoño en los que la luz del sol, filtrándose a través de una multitud de nubes, le da al mundo el aspecto de una enorme bola de cristal nevado desde donde somos observados sin saberlo. Justo ése tipo de días en los que piensas que no sucederá nada interesante cuando, de pronto, ocurre lo inesperado.


En cambio, otras veces me da la impresión de sentirme más viva de lo que nunca he podido imaginar. Entonces necesito que la noche me cuente esos secretos que nunca me atreví a preguntarle. Necesito bailar con los ojos cerrados, hablar con desconocidos, perder la cabeza. Es tanta la emoción que almaceno sin darme cuenta, tantas las ganas que tengo de la vida, que siento como si lucharan por salir de mí en forma de vibraciones en la punta de los dedos. Como cuando llega el tren a tu andén, y sientes que por fin te marchas a ése lugar desconocido. Y el temor y la esperanza vuelven a bailar su danza interminable.


Entre tanto, mi vida comienza a asemejarse más que nunca a todo lo que he deseado. Y yo misma me parezco más a mí de lo que puedo recordar cuando miro atrás en el tiempo. Ya no me inquieta dejar de ser lo que todos esperan que sea, la preocupación sobre complacer a los demás quedó felizmente atrás; tal vez se la llevara un tren de mercancías…


Hoy sólo quiero sentarme en un día nublado y sentir esta deliciosa sensación de cambio cerniéndose sobre mí. Y deleitarme ante la velocidad de los nuevos acontecimientos en mi vida. Pensar que un día no muy lejano, de pronto, ya no me sentiré tan perdida; y que no importa cual sea el camino por el que ahora mismo viajo, pues me lleva a un lugar del que posiblemente no quiera marcharme jamás.