domingo, 28 de junio de 2009

Notas de madrugada

Las mañanas de los sábados eran, con diferencia, el mejor momento de la semana. Esperaba con impaciencia las horas en que la vida me regalaba la mayor ternura y placidez que podía concebir mi alma inexperta.


Eran las seis o las siete cuando mi padre se marchaba a trabajar. Una vez se había duchado, vestido, desayunado y recogido, eventualmente, los útiles que debía llevarse en la furgoneta (un taladrador, unas losas de mármol) recordaba que le quedaba una cosa más por hacer antes de irse. Despertarme.


Yo me levantaba a trompicones, buscaba a tientas los zapatos al pie de la cama, recogía mi pequeña almohada y, balanceándome aún entre el mundo de los sueños y el de los sentidos, recorría el pasillo y entraba en el dormitorio de mis padres. Nadaba entre la penumbra de persianas cerradas hasta encontrar la cama de matrimonio y, entonces, me sumergía, acurrucándome junto al cuerpo soñoliento de mi madre.


Una vez allí, abrazada a su cuello y anestesiada por su inconfundible aroma –el de cada madre- y sintiendo, también, esa inexplicable sensación de invulnerabilidad que me rodeaba cuando ella me abrazaba, podía permitirme volver a soñar de nuevo. Esta vez a mayor escala, con mayor colorido, hasta el último y polvoriento rincón del último sueño posible.


Sobre todo los días que podía escuchar, a través de la pared, la música clásica que ponía mi vecino de al lado -tipo excéntrico como pocos, pero capaz de apreciar la belleza con una vehemencia tan singular como su persona-. Así fueron mis primeros contactos con esa deliciosa pócima sonora, capaz de conseguir que cualquier sonido cotidiano sonara horrendo y fuera de lugar, como una mano arañando una pizarra. Junto a la persona que más quería en el mundo fue como llegaron a mis infantiles oídos lo que a mí se me antojaban jirones de sueños flotando en el aire.


Pero no cualquier tipo de sueños: eran los que siempre soñé, los míos, y como al instante reconocieron a su legítima dueña, se adhirieron a mi alma con alegría. Pronto aprendí a sentirlos como si siempre hubieran estado allí, a alimentarlos, a consolarlos cuando tenían miedo… ellos, por su parte, aprendieron a pertenecerme; y nos convertimos en familia, compartiendo nuestra sangre y nuestros deseos desde ese preciso instante.


Todas esas madrugadas de sábado, enhebradas en un collar de recuerdos sin principio ni fin, sirvieron para enamorarme. En esos días recién nacidos, surgió una pasión que me acompañaría el resto de mi existencia y que sería capaz de zarandearme con la fuerza con que un huracán sacude bosques y ciudades… cambiando de sitio las emociones en mi alma, alborotándolas y haciéndolas volar. De una forma tan parecida al amor que a veces, el amor, no me parece suficiente a su lado.


Hoy, cada una de esas notas que me acunaron en el limbo de mi duermevela continúan prendidas a mi espíritu. A veces me da miedo agitarlo mucho, no sea que se caigan y las pierda para siempre.


Pero no creo que eso suceda, porque cada vez son más… cada día encuentro nuevas notas que se aproximan a mi alma como en enjambre, prometiendo hacerla vibrar hasta el fin de sus días. Pues en la vida todo es armonía, y no tengo intención de perder el compás.

martes, 16 de junio de 2009

Siempre nos quedará Dubrovnik


Donde quiera que voy, los recuerdos de los lugares donde alguna vez he estado van siempre conmigo. Todos ellos forman ya parte de mi piel y de la sangre que corre caliente por mis venas. Todos han contribuido, cada uno a su peculiar manera, a hacer de mí lo que ahora mismo soy, con todos mis matices y mis claroscuros. No hacen falta fotos, ni recuerdos, ni tan siquiera un pensamiento retrospectivo: se encuentran en cada átomo de mi ser. Sólo hace falta fijarse bien para poder distinguirlos.


Soy Venecia cuando me siento romántica, cuando la pasión enciende mis latidos y necesito una llama dentro de mí, un carnaval de deseos incontrolados y apenas encubiertos por máscaras de fiesta. Navego por canales sin principio ni fin, en el baile secreto de un acercamiento que empieza, de un amor que se insinúa… un amor que quizá no tenga nada de amor, y se conforme con ser un espejismo… pero ¿a quién no hace soñar un buen espejismo en los momentos en que realmente lo necesita?


Cuando quiero sentirme una niña de nuevo, no tengo más que volver a Cracovia. Y me refugio en un castillo encantado donde reyes y reinas enamorados más allá de la vida y de la muerte, siguen oyendo recitar, desde sus sepulcros, los poemas que se escribieron el uno al otro en su existencia mundana. Sueño con un final en el que vivir feliz para siempre jamás (¿o eso sería un principio?). Y en vez de mi príncipe azul, escojo comer perdices con un simple pastorcillo que, aunque más humilde, sabe protegerme cuando me encuentro en peligro a manos del temible dragón de fauces llameantes.


Sigo paseando por Lisboa, por las noches sin mesura de su Barrio Alto, todos aquellos momentos en que mi espíritu simplemente necesita más, algo diferente a todo lo aceptado y establecido. Cuando me contento con buscar una razón en el sinsentido, en la locura consciente de paredes con extrañas pinturas tentaculares o bares musicales con ventanas en forma de escaparate, pero sin puerta por la que acceder a ellos. Donde nada es lo que parece, donde todo parece mágico y pintoresco, como en un mundo hecho a medida de mis sueños más descabellados.


Pero si hay un sitio que me marcara, un lugar a dónde regreso constantemente sin importar que lo pretenda o no, es a Croacia. Un país que me enseñó una auténtica lección de vida con todas las letras, sin faltar ni una. Del que aprendí cómo reconstruir un pasado para hacer posible la esperanza de un futuro. En cada hermosa ciudad medieval, en cada parque natural minado de cascadas de una belleza imposible, en cada noche de mar y fuegos artificiales que no llegaron a consumarse, latía el recuerdo de un horror no muy lejano al que fue necesario sobreponerse y seguir adelante.


Todo ello continúa patente en pequeños detalles que a nadie pasan desapercibidos: la hondonada de un misil en el interior de un antiguo convento o un jardín público reconvertido en cementerio nos recordaron a todos que es posible seguir viviendo aunque no lo parezca, que las pesadillas pueden diluirse con el paso de cientos de noches y que hasta un país es capaz de dejar atrás la oscuridad para volver a amanecer y deslumbrar con su belleza, singularidad y la calidez de sus habitantes a todo áquel que se adentra más allá de sus fronteras.


Croacia es el ejemplo a seguir en mi vida, es a lo que aspiro a parecerme alguna vez. A poseer al menos una parte de su belleza y su sabiduría de Ave Fénix… siempre presta a resurgir de las cenizas que una vez la consumieron.

domingo, 7 de junio de 2009

Mis intenciones



En esta vida, he podido probar la soledad. Y también el amor. He catado además algo que no era ni una cosa ni la otra, sino una insípida mezcla de ambos, que me dejó en los labios durante un tiempo cierto sabor de desilusión ante la vida en general. Hablo de la soledad en compañía, o lo que es lo mismo, de la compañía de alguien que no sabe sino hacerte sentir más sola que nunca.


Un año duró esta carga, esta relación que avanzaba a trompicones, sintiéndome como si llevara en mis hombros el peso del mundo… y no llevaba más que el de un ser humano.


Pero la culpa no fue suya, sino mía. Yo no sabía lo que quería, no sabía quién era yo ni quién era él; y le dejé diluir toda mi esencia en el proceso. Después se interpuso el dolor de hacerle daño, durante demasiado tiempo, hasta que al fin supe liberarme de la trampa que yo misma me había tendido.


Ahora tengo claro que si en mi vida tiene que haber soledad, no pienso echarla a patadas; o que si el amor tiene a bien llamar a mi puerta, que entre a mi casa sean las cinco de la tarde o las tres de la madrugada, porque tampoco cierro con llave para él. Pero nunca más me conformaré con un insulso intermedio de ambos, que no conserva ninguna de sus cualidades y cuenta con los inconvenientes de los dos.


Y me dolería en lo más hondo que alguien decidiera estar conmigo por los motivos equivocados. Que dijera quererme porque tiene miedo de lo que la soledad pueda susurrarle si alguna vez se encuentran en la intimidad, o le aterra pensar que nunca será feliz si otra persona no viene a servirle ése sentimiento como un camarero le trae su bebida. Que ansíe tener pareja para no verse excluido de una sociedad que tiende a agruparse de dos en dos, o que desee mis caricias y mi sabor porque hace meses que no toca una piel que no sea la suya propia.


Porque yo, aunque me haya equivocado y quizás merezca el mismo destino que infligí, yo no he venido al mundo para tapar las carencias de otro, ni siquiera para hacerle feliz; no creo que pudiera darle a otra persona algo que no ha sabido encontrar por sí mismo. A mí me importan cada vez menos las opiniones de una sociedad que no es la encargada de vivir mi vida, ni tampoco me echará de menos cuando ésta acabe; y por tanto, no pienso vivir, mientras pueda, según los dictados subliminales de aquellos a los que nada debo.


Tampoco me atemoriza lo que la soledad pueda contarme a hurtadillas, pues ésta vez no lograría sorprenderme con ningún pensamiento que no haya cruzado ya mi mente. Y aunque sé que las exigencias de la piel pueden llegar a ser muy poderosas, para mí ya no pesan bastante como para embarcarme en una relación sin sentido.


Yo, por fin, sé quién soy, y aunque a veces no sepa lo que quiero, al menos sé lo que no quiero –que ya es bastante-. Y ya que he tenido la suficiente humanidad para equivocarme y el suficiente valor para reconocerlo y enmendar lo posible, al menos pienso aplicar lo que aprendí a base de golpes.


Si me tienes que querer, si yo te tengo que querer, que sea porque estando juntos nos sintamos más nosotros mismos que en compañía de ninguna otra persona. Que sea porque cualquier anécdota que me suceda a lo largo del día no ocurra de verdad hasta que no te la cuente. Que el tiempo nos arranque las palabras de los labios hasta que perdamos la conciencia de éste. Que la vida nos arranque sonrisas cuyo nacimiento no sea posible si no estuviéramos juntos. Que si somos compañeros y cómplices en nuestra existencia, no sea porque impere en la sociedad, sino porque no deseemos otra cosa en el mundo.


Que sepa que todos mis sueños e ilusiones, que todas las letras que escribí, eran para ti desde antes de encontrarte. Que la felicidad, cuando me venga a visitar, no tenga más remedio que multiplicarse si te halla a mi lado. Que la historia de tu piel sea la única que mis labios quieran contarte cada vez que los haces callar.


Que, si nada es para siempre y la vida dura apenas el sonido de una melodía… llevemos mejor el ritmo si la bailamos juntos.