miércoles, 19 de marzo de 2008

Mi lugar en la Tierra




He deseado ser astronauta desde que tenía cinco años. Por aquel entonces, mi abuela todavía vivía y solíamos pasar el verano en su casita junto al mar. Por las noches, contemplábamos juntas las estrellas (estrellas así de grandes y luminosas no se podían ver en la ciudad; algo que siempre me sorprendía era pensar que en la Edad de Piedra esas mismas estrellas se podían ver desde cualquier punto del planeta; cuando no existía la rueda, y vivíamos en cavernas sin cocinar nuestros alimentos…) y mi abuela me hablaba de ellas. Andrómeda, Acuario, Casiopea… todo el infinito al alcance de la mano. Sí, eran mías, casi podía tocarlas con la punta de los dedos. Me fascinaban, y a mi abuela también. Tanto le gustaban que siete años más tarde se marchó a observarlas más de cerca; y mi dolor fue tal que deseé irme con ella… a la tierna edad de doce años, yo ya estaba segura de cual sería mi destino.

Y aún lo estaba varios años después, cuando termine la secundaria y entré en la universidad para estudiar Ingeniería Aeronaútica. En los seis años que duraría mi formación aprendería lo necesario para ser una tripulante espacial. Pero para mí, eso no era suficiente. Yo no me contentaba con ir al espacio, yo quería pilotar una nave. Y para eso necesitaba, además de la formación adecuada, experiencia de unas mil horas de vuelo. Así que me organicé un horario: por las mañanas asistiría a clase en la universidad y por la tarde a la escuela de pilotos y, posteriormente, realizaría mis prácticas de vuelo. Los fines de semana los dedicaría a estudiar. Todo eso, claro está, me supondría un esfuerzo enorme que ocuparía todas las horas de mis días y me dejaría sin vida social, personal, e incluso familiar. Pero no me importaba. Estaba borracha de ambición, y ya sólo con pensar en mi futuro me parecía que las estrellas estaban un poquito más cerca de mis ojos; e incluso juraría que las más amistosas me saludaban, reconociendo en mí a la criatura estelar, semejante a ellas, que latía en el fondo de mi alma recubierta de apariencia humana.

Estaba a mitad del segundo año de carrera cuando conocí a J*****. Nos conocimos en un accidente de tráfico (yo, ducha en el arte de pilotar aviones y hacerles dar giros imposibles en ese precario medio de sostén que es el cielo, era un auténtico desastre al mando de vehículos más convencionales, y éste era ya mi tercer accidente en lo que iba de año. No obstante, incluso cuando ya éramos inseparables, siempre insistí en que la culpa había sido suya, mientras que él hacía otro tanto). El choque tuvo lugar en una concurrida calle céntrica, sin daños humanos por fortuna, y no tuvimos reparo alguno en insultarnos y gritarnos delante de al menos ochenta personas… me temo que fue amor a primera vista. Tres semanas más tarde, nos fuimos a vivir juntos. Nos adorábamos. Él era la única persona, desde la muerte de mi abuela, a la que podía contar todo lo que se me pasaba por la cabeza: mis alegrías, mis derrotas, mis pesadillas y mis berrinches. Sin embargo, en realidad no necesitaba hacerlo, ya que él poseía una fina intuición impropia, ya no de un miembro del sexo masculino, sino de la raza humana en general; y siempre adivinaba cuando estaba preocupada, cuando algún comentario malintencionado me había herido o una sombra oscurecía mi brillante firmamento. Y en esas ocasiones en que me dormía rendida después de pasar cuatro horas dando vueltas en la cama movida por la tristeza, aprensión o el simple y puro estrés, encontraba, al despertar, una docena de margaritas (mi flor favorita) sobre mi cuerpo. Unas simples margaritas. En fin, para qué explicar más…

Pero los problemas empezaron pronto. Él no comprendía, y peor aún, no aprobaba, mi vertiginoso horario. Solía decir que si el trabajo era una forma de ganarse la vida y no encontraba tiempo para vivir fuera del trabajo, ¿de que me servía éste?. Él, que lo entendía todo, no era capaz de entender lo más simple: que, para mí, mi vida era mi trabajo, y no me importaría seguir dedicándole las veinticuatro horas del día si a cambio solo recibiera unas migajas de pan. Mientras se trató sólo de una mera preocupación por mi integridad física y mental, la cosa fue más o menos bien. Pero luego comenzó a quejarse alegando que no pasaba nunca tiempo con él. Vamos a ver, ¿cómo que no? ¡si dormíamos juntos!. Era más de lo que cualquier otra persona podía esperar de mí. Pero incluso cuando disponía de vez en cuando de una tarde libre para pasarla con él, paseando, viendo la tele o durmiendo sobre su hombro el cansancio acumulado, no le parecía suficiente. Él quería más, y más, y más. “No te preocupes”- decía yo para animarle-“cuando acabe mi carrera y consiga mi licencia de piloto, tendré más tiempo para ti”.Pero entonces ocurrió algo, un golpe de suerte que yo jamás hubiera imaginado: fui seleccionada entre otros mil aspirantes a conquistador del universo para realizar un programa de entrenamiento de un año dirigido por Johnson Space Center, en Houston.

J***** tardó tres semanas en mudarse a mi piso, y tardó otras tres en abandonarlo, llevándose con él todas sus pertenencias y cuatro años de mi vida. Si he de ser sincera, lo pasé muy mal la primera semana. Después, los preparativos para mi marcha a Houston me abrumaron y poco, a poco, el dolor dio paso a la felicidad. Aún echaba de menos a J*****, pero era consciente de que estaba viviendo mi sueño, un sueño que estaba al alcance de muy pocos. Ya solo me encontraba a un paso del cosmos.

Un año después, di ese paso: llegó el momento de mi primer vuelo con una plantilla de ocho personas, entre las cuales yo era la más joven y la única mujer. Tras doce meses preparándome para las durísimas condiciones de la vida a bordo de una aeronave, ahora tenía la oportunidad de vivirlo en el espacio. Lo había conseguido, y fue increíble. Por primera vez pude contemplar lo que durante diecinueve años solo había contemplado en sueños, la Tierra, nuestra Tierra, desde el espacio. Fue a la vez hermoso y aterrador. Los continentes, los océanos de turquesa, la gran muralla china… Las manos me temblaban, apenas podía hablar, y de haber podido no hubiera sabido qué decir.

Entonces, como quien no quiere la cosa, algo pasó delante de mis ojos: una margarita. Sí, una margarita medio deshojada, flotando en la ingravidez de la cabina. Sólo Dios sabe como pudo colarse antes de despegar. Justo entonces, una masa de nubes se abrió y pude ver mi país. No pude evitarlo. Mi primer pensamiento fue: “J***** está ahí abajo. Y yo no estoy con él; realmente, nunca llegué a estarlo”.

“Mírala, está llorando la muy boba” oí, como comentaba, con mofa, el comandante a otro tripulante mientras yo contemplaba mis sueños humanos desvanecerse desde lo más alto del firmamento.

Todos tenemos nuestro lugar en la Tierra. Lo importante es saber reconocerlo a tiempo de luchar por él. En la Edad de Piedra, cuando no existía la rueda y vivíamos en cavernas sin cocinar nuestros alimentos, el universo estaba al alcance de cualquiera. Pero en una sociedad avanzada, con televisión, Internet, aeronaves y todo lo que cualquier persona podría soñar, ése fue mi precio por tener las estrellas.


Escribí este relato hace tres o cuatro años; desde entonces moraba aburrido en un documento de Word, hasta que ésta noche decidí rescatarlo del olvido y compartirlo con vosotros. Espero que os guste.

Y mi lugar en la Tierra...¿dónde estará? ¿...lo sabré algún día?

sábado, 8 de marzo de 2008

Aprendiz de alquimista


Y ya que hablamos de leyendas, de épocas y lugares en los que las explicaciones y los motivos racionales no se encontraban tan sobreestimados como en estos tiempos; en los que cualquier elemento desconocido del entorno tan sólo podía ser atribuido a ese concepto tan increíble y a la vez cotidiano como es la Magia; al pensar en todo eso, me viene a la mente... una antigua práctica muy común tanto en el Egipto y la Grecia de la Edad Antigua, como en países musulmanes y europeos del medievo: la alquimia.

Mezcla de ciencia y espiritualidad, perseguidos la mayoría de las veces sus seguidores por la fe dominante en su nación (es lo que tiene la intolerancia, qué le vamos a hacer)la alquimia iba más allá del simple afán de experimentación, ni de los hechizos de tres al cuarto de la mayoría de los que, hoy en día y en muchas épocas, dicen llamarse magos. Los alquimistas, a través de las leyes de la química y del alma humana (curiosa mezcla; ¿a alguien se le ha ocurrido alguna vez que el alma pudiera ser un ente químico?) pretendían encontrar soluciones para los grandes males que aquejaban, aquejan, y aquejarán al mundo mientras éste exista y existamos nosotros en él: la codicia (transformación de metales innobles en metales nobles), las enfermedades incurables e, incluso, la muerte...

Tranquilo el que piense que a continuación voy a intentar hacer apología de la hechicería como práctica o incluso como religión. Tampoco me propongo ponerme a buscar, a estas alturas ya, la piedra filosofal (Nicolás Flamel ya lo intentó bastante, el pobre). No, lo que a mí me gustaría plantear es que, si bien no me atrevo a garantizar los resultados de los antiguos alquimistas, hay otro tipo de alquimia que sí se puede llevar a cabo. Y ésa sí que depende exclusivamente del alma, de nuestra alma (espíritu, corazón, yo intrínseco, cómo queráis llamarlo). De acuerdo, no se puede cambiar la naturaleza química de los elementos, pero ¿y cambiar la naturaleza de nuestras emociones? ¿Cuando tornamos nuestras emociones negativas en positivas, ya sea compartiéndolas, canalizándolas de alguna forma o incluso dándoles la vuelta para ver su lado esperanzador, no se puede decir que estamos haciendo magia? Y aunque esté más que claro que es imposible vivir para siempre, ¿que me decís de los artistas? ¿Quién dice que al leer una obra, por ejemplo, de Shakespeare, y sentir las mismas emociones que posiblemente sintió al escribirla y que todas las generaciones siguientes a él han sentido y sentirán cada vez que la lean... quién dice que eso no es una forma de inmortalidad?

En fin, que a partir de esta noche, y al margen de mi verdadera profesión (que tiene mucho, mucho más de ciencia que de alma) me propongo practicar en la medida de mis posibilidades ÉSE tipo de alquimia, ese tipo de magia que está al alcance de todo el que se lo proponga, y que es tan natural y necesaria como el aire que respiramos. si además cuento con ayuda, pues mejor.

domingo, 2 de marzo de 2008

¿Y por qué este título?


Cuenta una antigua leyenda que, en todo el año, existe una sola noche mágica, una noche en que hasta lo habitualmente inerte cobra vida, y las mismísimas piedras se animan a abandonar el lugar donde el azar o los elementos las depositaron para convertirse en seres capaces de desplazarse, pensar... y sentir. Consideradlo por unos momentos... ¿no debe ser maravilloso una noche en que las leyes del frío mundo en que vivimos dejan de existir como tales, y lo hasta entonces imposible comienza a acercarse peligrosa y deliciosamente, no sólo a lo posible, sino también a lo probable?
¿Una noche en que los sueños caminan por su propio pie y las duendes te susurran al oído secretos que nadie conoce? ¿Qué pasaría si todas las noches fueran como la Noche de las Piedras...merece la pena intentarlo, no?